Por andar vestida de hombre
El historiador cubano Julio César González en su libro “Por andar vestida de hombre”, estudia el caso de Enrique/Enriqueta Favez, un hombre que en el siglo XIX desafió las leyes del género.
Imagínense la siguiente escena: corre el año de 1846 y una monja, llamada sor Magdalena, escribe en el sigilo de la noche una carta de amor destinada a una persona a quien no ha visto hace más de 20 años. “Amada Juana” empieza la carta, “nunca te culpé por lo que pasó” y termina con un “Te quiere, Enrique”. Este es el eje central de Por andar vestida de hombre, libro escrito por el historiador cubano y coordinador de la Red Iberoamericana y Africana de Masculinidades Julio César González Pagés.
Publicado por primera vez en versión electrónica en el 2009 y reeditando recientemente por la Editorial de la Mujer (Cuba, 2012), el texto cuenta la increíble historia de Enriqueta/Enrique Favez desde su nacimiento incierto, hasta su muerte 65 años después en un convento de Nueva Orleans. Nacida en Suiza en 1791(?) como Enriqueta, se casó a los 15 años con un oficial del ejército napoleónico que murió en batalla dejándola viuda a los 18. Sin esposo ni hijos, Enriqueta se marchó a París y antes de cumplir los 20 se matriculó en la escuela de medicina bajo el nombre de Enrique Favez. En pocos años terminó la carrera, y después de obtener también el título de cirujano, se enlistó en el ejército napoleónico. Fue parte de la fallida invasión a Rusia y prisionero de guerra en España. Tras ser liberado decidió probar suerte en América y se mudó a Cuba donde ejerció la medicina con tanto éxito que obtuvo incluso el título de protomédico, lo que le permitió “ejercer la función docente de la ciencia médica”. Trabajó por varios años ayudando a todo tipo de personas sin importar su raza o condición social y en uno de sus viajes conoció a Juana de León, una joven pobre y enfermiza de quien se enamoró y con quien se casó. Tras cuatro años de matrimonio fue denunciado por ella, condenado a 4 años de prisión y al destierro “por los horribles crímenes de haber andado desde que vino a esta Isla disfrazada con el vestuario de hombre”. A causa de la expulsión forzosa de los territorios españoles se mudó a Nueva Orleans (Estados Unidos), se hizo monja, tomó el nombre de sor Magdalena, fue misionera en México, y murió como madre superiora de un convento en 1856.
149 años después sus restos emprenderían nuevos y desconocidos rumbos esparcidos por los furiosos vientos del huracán Katrina. González Pagés hace un minucioso trabajo de archivo que permite recrear con documentos históricos los principales hechos de la vida de Enrique. La tenacidad y el detalle histórico son la principal virtud del libro que está casi completamente basado en el expediente de la “Causa criminal contra Doña Enriqueta Favez por suponerse varón y en traje de tal haber engañado a Doña Juana de León con quien contrajo legítimas nupcias”, que se encuentra en el Archivo Nacional de Cuba. Además, incluye fragmentos de la correspondencia de Enrique: cartas para Juana e intentos tan inútiles como desesperados por conseguir un protector o alguien que intercediera a su favor.
La enumeración de archivos, si bien en ocasiones puede hacer el relato un poco árido, nos pone en contacto directo con la manera en la que Enrique Favez fue traicionado, juzgado y condenado. Nos permite atisbar las burlas y humillaciones a las que fue sometido y la soledad e incomprensión que padeció. Además, la rara oportunidad de acceder a textos jurídicos y técnicos de la época pone de manifiesto la manera en la que las instituciones, las leyes y las ciencias han sido utilizadas para controlar los cuerpos y el deseo y para castigar a quienes no se ajustan a los parámetros establecidos.
El juicio a Enrique/Enriqueta Leyendo los documentos del juicio se hace evidente que el rechazo que despierta Enrique se debe, sobre todo, a la osadía de trasgredir un orden establecido y defendido como “natural” y “divino”. Un orden que, no sorprende, privilegia a los hombres blancos heterosexuales y que pretende definir claramente los límites de los derechos de sus ciudadanos según su sexo, género y preferencia sexual.
En consecuencia, el juicio que debe afrontar Enrique va mucho más allá del supuesto ultraje hecho a Juana y de la responsabilidad de resarcir su maltrecho honor. Su atrevimiento no sólo ha ofendido a la De León, sino que además es un “agravio y escándalo […] ocasionado a la república no menos con tales delincuencias, que con el disfraz de hombre, que condenan todas las leyes del universo, en cuya suposición pudo obtener la licencia del Protomedicato y el título de su Fiscal para Baracoa, con insulto y burlas de ese respetable Tribunal, del Excelentísimo Señor Capitán General de la Isla, y de todas las demás autoridades y corporaciones constituidas en ella.” Al asumir una identidad masculina, que sus jueces no pueden ver más que como un “disfraz”, Enrique ha transgredido las leyes de la República y se ha burlado de la autoridad al procurarse privilegios reservados para los hombres: el derecho a la educación, a ejercer una profesión, a casarse con una mujer, a disponer de propiedades y circular libremente por la ciudad. Con su testimonio, Enrique intenta hacerle ver a quienes lo juzgan que el haber accedido a estos derechos no sólo ha sido bueno para él como individuo, sino para la sociedad en general.
Así, se esfuerza por dejar en claro que su acciones no han sido ocasionadas por la malicia, sino que por el contrario son producto del amor y, más importante aún, han redundado en el bienestar común: “yo, con haber mudado de vestido, ocultando mi verdadero sexo, impulsada de mi natural extraordinario, no he ofendido directa o indirectamente a la sociedad antes con haber estudiado la Ciencia Médica y la Cirugía en la Universidad de París, y practicado su uso con feliz éxito.
Ya en el ejército y pueblos de esta Isla y aun en esta capital, sanando con buenos aciertos y rara habilidad, personas de categoría y distinción que me procuraban, y ganando con esto mi vida y fortuna, no solo no he perjudicado a nadie sino que he hecho un bien «apreciabilísimo”dice Enrique y la respuesta es contundente: “El juez no pudo más ante estas afirmaciones y decidió marcharse.”
Los argumentos de Enrique no calan en los oídos del juez, quien permanece sordo al hecho de que una mujer biológica haya demostrado que es capaz de estudiar una de las profesiones más exigentes, servir en uno de los ejércitos más poderosos de la historia y tener un matrimonio feliz por más de tres años con otra mujer. El juez se niega incluso a escucharla, no le permite siquiera el derecho de ser su interlocutor. Formalmente el juicio se esfuerza por hacer desaparecer a Enrique, todo lo que le perteneció es calificado de ilegítimo y fraudulento, su título médico es revocado, sus buenas obras negadas, su matrimonio anulado, sus posesiones embargadas y en adelante Enriqueta será el único nombre con el que se le llame.
Ella, Enriqueta, es la única persona reconocida por la ley, ella es quien ha violado las leyes sociales, naturales y divinas, y en consecuencia debe ser descubierta, (ex)puesta en el lugar que le corresponde. El proceso se ensaña entonces con el cuerpo de Enriqueta. Se convocan testigos que mencionan y describen sus senos con detalle, se habla de su menstruación y hasta de su postura “mujeril” al orinar. Finalmente, un equipo de médicos es llamado a “examinarla” aún cuando ella ya ha reconocido ser biológicamente una mujer. Tras la —innecesaria y humillante— confirmación de su anatomía el caso queda en firme y el juicio procede. En los muchos folios que conforman el expediente, una y otra vez Enriqueta es llamada “monstruo” y “criatura infeliz”. Se le acusa de tener “perversas inclinaciones” y de fomentar una “depravación inaudita de costumbres”; y su decisión de ejercer la medicina y casarse con una mujer es calificada como “horrorosa e impía conducta”, “burla” y “negro ultraje”. Como es de esperarse, Enriqueta es condenada, privada de la libertad y desterrada. Morirá sin volver a ver a Juana. El último capítulo del libro hace un paneo de otras mujeres que vivieron como hombres durante el siglo XIX para poder llevar la vida que soñaron. Teniendo en cuenta el contexto histórico, resulta difícil saber si el asumir una identidad masculina era una parte importante de su personalidad o si esta era la única manera de obtener derechos y privilegios vedados para las mujeres. Sea como sea, el libro pone de relieve el sufrimiento de quienes deben llevar una doble vida y se les niegan oportunidades y derechos por prejuicios sociales y religiosos.
Enriqueta en el presente
Enriqueta Favez nació hace más de 200 años, y aunque es indiscutible que se ha avanzado mucho en cuanto al reconocimiento de la igualdad de género y de la diversidad, aún existen lugares en los que Enriqueta tendría que vestirse de hombre para poder estudiar. Además, miles de personas siguen sufriendo burlas, humillaciones y matoneo por su expresión de género o por su orientación sexual. Y ¿qué tan lejos estamos en Colombia de escuchar de boca de algunos de nuestros más poderosos políticos el eco de la condena a Enriqueta por “el detestable, escandaloso y nunca oído delito de contraer matrimonio con otra persona de su propio sexo”? Los problemas que Por andar vestida de hombre plantea son algunos de los debates sociales más importantes de nuestro tiempo. ¿Se puede continuar juzgando y tildando de “monstruos” a quienes deseen vivir con una identidad de género distinta a la que sexo “ordena”? ¿Por qué escudriñar los genitales ajenos para darle a alguien el derecho de vestirse de una manera o de llevar el nombre que ha elegido? Estas, creo, son algunas de las preguntas que plantea el libro y gracias al cuidadoso trabajo de archivo del autor, nos propone también una manera de contestarlas.
Dentro de los muchos documentos salvados del olvido por González Pagés hay una carta fechada el 23 de mayo de 1846. Con sus 122 palabras, esta corta misiva no nos deja olvidar que estamos también, y quizás sobre todo, ante una historia de amor. Veinte años después de todo lo ocurrido, Enrique, ahora sor Magdalena, sigue intentando reestablecer contacto con Juana y, de ser posible, ir a Cuba a reencontrarse con ella. Es entonces cuando se entera que Juana ha muerto y, negándose a creerlo, escribe: “Nueva Orleans, 23 de mayo de 1846. Amada Juana: No puedo pensar que lo que me dicen sea verdad. No puedes haber muerto sin yo verte, mi vida se apagará sino tengo la ilusión de reeditar los días más felices de mi vida que fueron a tu lado. Nunca te culpé por lo que pasó fueron todos ellos los que no entendieron que nos amábamos pese a todo. Solo quisiera que lo que me dicen sea mentira; por favor escríbeme aunque sea solo para saber que estás viva. Si tú mueres, una parte de mí lo hará, la mejor de todas, te lo juro que ya no podré ser el mismo. Dame por favor alguna señal de vida. Te quiere, Enrique”
Imagino a Enrique en su celda; está cansando y triste, lleva puesto el hábito de madre superiora, pero intenta aún hacer un llamado a la mujer que ama y no duda al firmar con el nombre que no le permitieron usar. Lo veo sentando, a sus 55 años, defendiendo a Juana, validando su amor y su nombre. Entonces entiendo que la fuerza de esta historia está en su profunda humanidad, en el amor de una persona por otra, en el deseo incansable de alguien que continúa luchando por ser plenamente la persona que sueña ser, la persona que sabe siempre ha sido.
Me pregunto entonces hasta cuándo vamos a continuar con estos juicios, con estas “causas criminales” en nombre de leyes humanas y divinas que no hacen más que defender la desigualdad; cuántas vidas como la de Enrique y la de Juana hemos destruido ya; a cuántos Enriques y a cuántas Juanas vamos a sacrificar todavía por nuestra incapacidad de aceptar que pese a las diferencias todos somos seres humanos que queremos lo mismo: estudiar y ejercer la profesión que nos gusta, ser respetados y vivir sin burlas ni humillaciones, ser amados y poder amar.
Autora de la nota: Juliana Martínez, Doctora en Lenguas y literaturas romances de la Universidad de California, Berkeley. Es profesora de género y sexualidad y literatura latinoamericana en American University (Washington DC)