London Fair Trade

en castellano
Paula met Lisa on her first weekend working in Tumi. Lisa was English born in London – a proper Londoner. She taught Spanish in college and this made Paula envious, as this was one thing she was sure she could do. Lisa was going out with a Spanish boy who had studied journalism, he was writing for magazines both in English and in English.
By now Paula had had various Spanish friends, but they had all gone back to Spain now. Or were in the process of leaving. Paula thought Lisa would be the one friend that would stay in London for the rest of her life, one of those very rare people who were not in London just for a few months for a little stage of their lives.
Lisa was also some one Paula could talk to about fair trade and where the shop where she was working two days a week would stand. It was new for her to work in a place that stood for fair trade, but where only herself and now Lisa would understand and stand for fair trade and its principles.

It was Lisa that told Paula that she stood better chances of finding the magazine for Fede in Swiss Cottage Library.

castellano
Las únicas tiendas de comercio justo que encontró Paula aparte de aquella en Camden eran las de Oxfam. La tienda de Oxfam no se parecía en nada a la tienda garaje ni a la que había montado ella con Luna. A Paula le recordaba a los pasillos del colegio, con posters grandes – pero no tan grandes como los que habían puesto en el garaje – con niños negros sonriendo mirando a la cámara, y con un pie de foto explicando por qué estaban tan contentos – invariablemente, porque alguna organización del primer mundo les había mandado materiales para su supervivencia y bienestar –. además nada de lo que allí se vendía se parecía a lo que se vendía en las tiendas que había conocido. Cada paquete de café contenía granos parecían venir de un montón de países diferentes, y no solo había molido o sin moler, también parecía que se habían inventado varias formas de tostar el café, y de molerlo también. A Paula le mareaba tanta variedad. Y el azúcar que había, aunque marron, también estaba formada por cubos de cristal. Solo las mermeladas tenían una pinta similar. Y gracias a las mermeladas se enteró Paula de que había un país en África que se llamaba Swazilandia. Paula compró la mermeladas de piña y se marchó.
No muy lejos de su casa había una tienda de Oxfam y aunque Paula no entraba todos los días, se familiarizó con el hombre que vendía el Big Issue, el periódico de los sin techo. Se lo compró una vez que le quedó una libra del salario de la semana anterior y el hombre le habló muy amable, y desde entonces siempre le saludaba. Aunque a Paula le parecía que lo que decían se parecía más a lo que contaban las monjas del colegio, que lo que ella misma había estado transmitiendo en la tienda del garaje, y en la suya propia, se ofreció voluntaria en aquella tienda tan pija donde las voluntarias hablaban en perfecto inglés pero demasiado rápidamente, o sobre demasiados temas en los que Paula no estaba interesada como para seguir su conversación.
Empezó a ir los martes y miércoles unas cuatro horas cada día y enseguida la pusieron en la trastienda, probablemente porque su inglés no era lo suficientemente bueno como para hablar a toda la variedad de clientes que visitaban la tienda de caridad. Así que se pasaba las cuatro horas también sin hablar – menos mal que para entonces ya tenía el trabajo en el bar, donde el jefe, cuando se enteró de sus actividades de voluntariado, no hacia más que decir comentarios sobre la inutilidad de hacer trabajo que no fuera remunerado.

Esto a Paula le daba lo mismo; lo que no veía tan bien era que la ropa a la que ella ponía precio y bajaba a la tienda, solo permanecía allí dos o tres semanas. Ella había pensado que se vendería toda, aunque no había pensado que, lo mismo que a ella no le gustaba casi nada de lo que había, y teniendo en cuenta que lo que allí se vendía había sido donado por gente que si le hubiera gustado no lo habría donado, lo mismo no tenía por qué gustarle a mucha gente más. Y, por otra parte, se recibía ropa nueva cada día, así que en algún sitio había que meter la nueva y la vieja, y allí no había más espacio de almacén que el que veía Paula. Así que era lógico que tuvieran que llevar la ropa donada y no vendida a alguna parte.

Paula fue invitada a una sesión de información para nuevos voluntarios y allí se podría haber enterado de que el café era la mercancía legal que movía más dinero en los mercados internacionales, solo después del petroleo, si esa información no se la hubiera traído aprendida de casa, y donde se enteró de que la ropa a la que ella ponía precio como si de una cadena de ensamblaje se tratara, se llevaba a un almacén enorme si se quedaba en las tiendas tres semanas sin venderse. Allí, le dijeron, se vendía a precios irrisorios, una libra cada prenda, precios así. Y en aquel almacén permanecía solo una o dos semanas más y de allí, se echaba a algo que llamaban en inglés rellenado de terreno, que era el equivalente en castellano a tirar a la basura.

Paula volvió a casa ese día con algo más ilusión que de costumbre, aunque siempre volvía ilusionada pensando que quizás tendría alguna carta de familiares o amigos. Fue a ver a Aisha y se la encontró con un libro. Paula no veía un libro desde que se había marchado de casa; no se trajo ninguno porque no era artículo de superviviencia y no había podido sobrecargar las maletas.
“donde has conseguido eso?” ninguna de las dos tenían dinero para comprar libros
“en la biblioteca. Te lo dejan. Gratis.”
“Gratis?”
“Sí, gratis! Durante tres semanas. Mira, en la primera página ponen la fecha hasta cuando puedes tenerlo. He terminado de leerlo, si quieres te lo dejo.”
Paula lo aceptó pero quiso también tener acceso a libros que poder leer.
“En la primera página está la dirección, y está abierta todos los días menos el miércoles. Vete, te gustará. Y además es muy útil. Hay anuncios de todo tipo, gente vendiendo cosas, dando clases. Igual podrías poner un anuncio para dar clases de inglés.”
“Vale. Mañana trabajo por la tarde, puedo ir por la mañana.”
“Además tú tienes suerte. En Swahili no hay nada, pero hay muchos libros en castellano.”
“En castellano?”
Paula no daba crédito. Al día siguiente que tuvo libre por la mañana, comprobó la dirección que daba el libro en el A-Z, salió a la calle y comenzó a caminar. La calle donde vivía Paula estaba en cuesta; todas las calles estaban en cuesta, pero esta además tenía un carril bici en cada lado. Claudia siempre se había preguntado donde llevaría un carril tan definido, pues había un bordillo alto que separaba el carril bici del resto de la carretera. Hoy tuvo ocasión de seguir el carril al menos hasta la biblioteca, pues el camino que la llevaba hasta allí coincidía con el carril bici. Paula se imaginó en una bici, en un carril tan seguro, subiendo lentamente, bajando a velocidad.
Cuando llegó a la biblioteca, todo lo que le había contado Aisha se quedó más bien corto. Aunque luego supo que también había bibliotecas diminutas, también las conoció aún más grandes, y ahora se maravilló de lo grandes que hacían las bibliotecas en este país. Preguntó en recepción qué tenía que hacer para poder tomar libros prestados, y le dieron un montón de formularios para rellenar. Los rellenó todos y mientras le confeccionaban la tarjeta de lectora, se dio una vuelta por las estanterías. Shakespeare, Dickens … todos los clásicos que recordaba del colegio, incluso algún Russeau y Galdós traducidos al inglés. Al ver autores españoles se acordó de lo que dijo Aisha de libros en castellano. La estanterías con el cartel de “Spanish” era pequeña comparada con la de Gujarati o Bengali, y además estaba dominada por cursos de español en cintas, pero dio la vuelta y allí vio los libros. Otra pequeña desilusión – muchos eran traducciones de libros extranjeros traducidos al castellano, como Ana Karenina, Crimen y Castigo… y otros había de autores sudamericanos pero a Paula estos le resultaban difíciles de entender por las diferentes normas de gramática y puntuación que parecían utilizar los autores de por allá. Y por fin vio las joyas. Unamuno, Galdós. La mayoría de las obras no las conocía pero eso les daba como más valor. Le habían dicho que podía tomar prestados siete libros cada vez pero se dosificó. En los siguientes meses Paula se leería la mayor parte de todos los libros clásicos que leyó durante su vida.

En la biblioteca también tenían revistas y Paula se acordó del encargo de Fede.

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