Por Miguel Ángel Campos García*
De acuerdo a Michael Baton (1996, 2002), [1] dos metáforas [2] han prevalecido en la esfera internacional cuando se conceptualiza el racismo como un problema público. [3] La primera metáfora describe el racismo como una suerte de patología que ha causado profundos estragos en la salud del cuerpo social. Esta patología se percibe como el resultado de un cierto tipo de modelo de sociedad y ciertas prácticas, por lo tanto, se le concibe como restringida a circunstancias históricas y geográficas particulares. Su carácter de anomalía hace pensar, a quienes utilizan este tropo, que la eliminación o superación del racismo es posible. Banton asegura que esta metáfora ha sido utilizada prevalentemente por el extinto bloque soviético y por aquellas naciones que estuvieron involucradas en los proyectos de descolonización acontecidos en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial. [4]
La segunda metáfora describe al racismo utilizando una categoría legal, la de delito. Esta figura retórica sustituye la categoría de racismo por la de discriminación racial y concibe a esta última como el resultado de una actitud consustancial a la naturaleza de los seres humanos y la tendencia ineludible que les habita de excluir y rechazar lo diferente. Quienes utilizan tal analogía observan que la discriminación racial ha sido y será una característica inherente a las relaciones sociales, en cualquier circunstancia o lugar donde los seres humanos estén diferenciados por fenotipo, descendencia u origen étnico. También quienes defienden este punto de vista consideran que se puede reducir la discriminación racial mediante acciones gubernamentales, de la misma forma que se puede reducir la tendencia a manejar en estado de embriaguez. Sin embargo, consideran que la discriminación racial no se puede eliminar, como mismo no se pueden eliminar las infracciones del tránsito y las actividades criminales en general. De acuerdo a Michael Banton, han sido los miembros del primer mundo, particularmente el bloque europeo/norteamericano, quienes han defendido este enfoque en la arena internacional.
Ahora bien, ¿cuáles son las implicaciones del uso de estas metáforas para el campo de las políticas públicas? ¿Que realidades hacen intelegibles y cuales oscurecen? Qué proyectos políticos les animan? ¿Cuáles son las limitaciones que ambas ofrecen al entendimiento del racismo como un problema público? ¿Qué provecho intelectual o político puede generarnos dedicar nuestras atenciones a temas de esta naturaleza? El propósito de este breve texto, es reflexionar sobre el contenido y los supuestos lógicos y prácticos de estas dos metáforas. Al hacerlo, no sólo pretendo describir esta muy interesante distinción que Michael Banton nos ofrece, sino también brindar algo de luz sobre las implicaciones que puede tener la aceptación irreflexiva de estos tropos en la esfera de las políticas públicas contra el racismo.
Para hacer posible tal reflexión, el presente texto se divide en tres partes. En la primera describo el contenido y algunas de las implicaciones de la metáfora del racismo como enfermedad. En una segunda sección realizo un analisis similar, pero en esta ocasión tomo como referente la metáfora del racismo como delito. Finalmente, presento una sucinta reflexión sobre las limitaciones de ambas analogías y la necesidad de mantener una posición crítica cuando se utiliza en la construcción de políticas públicas.
i) Racismo como enfermedad
La metáfora que describe al racismo como una enfermedad percibe a la sociedad en analogía a un cuerpo biológico. El racismo se concibe, de ese entonces, como un mal que una vez inoculado en o adquirido por el cuerpo social, impide su correcto funcionamiento, lo cual, en algunos casos, puede conducir a la destrucción de la armonía que resulta necesaria para su mínimo desenvolvimiento. En su condición de enfermedad, piensan quienes comparten esta metáfora, el racismo puede causar crisis graves, pero también puede permanecer estacionario, sin generar impactos que afecten la subsistencia del cuerpo social. Sin embargo como toda enfermedad, dejada al descuido, el racismo puede inspirar prácticas altamente lesivas como la exclusión absoluta de algunos grupos sociales del disfrute de necesidades y bienes básicos (apartheid), el genocidio (holocausto) y la explotación (esclavitud), lo cual conlleva a la deshumanizacion de todos aquellos percibidos como un otro.
Como esta metáfora parte del supuesto de que el racismo es algo ajeno al cuerpo social, deduce que su existencia es el resultado de una adquisición en un determinado momento histórico y que existe una fuente que lo hace posible. Generalmente quienes utilizan la analogía de marras, ubican la emergencia y consolidación del racismo en el período comprendido entre los siglos XVII y el siglo pasado. De esa suerte, suele explicarse el racismo como una consecuencia de procesos de impacto global como la esclavitud transatlántica, la expansión del colonialismo europeo, el desarrollo de los capitalismos mercantilistas e industrial y la emergencia de disciplinas y modelos de política pública, algunas de ellas venidas a menos en la actualidad, como la eugenesia, el Darwinismo social, la frenología y la antropometría. Este reconocimiento de las fuentes que provocan el racismo crea las condiciones para que se disciernan aquellos agentes y factores sistémicos que han conducido al malfuncionamiento del cuerpo social, y, al mismo tiempo, facilita la identificación de los grupos y aspectos del cuerpo social que han sido afectados como consecuencia del funcionamiento patológico. Tanto la responsabilidad como la afectación son aquí sistémicas o colectivas.
Aquellos quienes piensan el racismo como patología tienden a creer que, como toda enfermedad, éste tiene cura, aun cuando es difícil alcanzar consenso sobre cuál puede ser la mejor manera de lograrla y el marco temporal en que puede hacerse efectiva. En gran medida la diferencia de opiniones al respecto es el resultado de la diagnosis que cada quien haga y de las estrategias curativas que lógicamente se deriven de ello.
En lo particular, dos modelos de curación han prevalecido. [5] Por un lado, se encuentra aquel que comparte el principio homeopático de que lo semejante se cura con lo semejante (similia similibus curantur). La teoría que aquí subyace sostiene que el remedio que debe utilizarse para curar el racismo no tiene que ser necesariamente diferente a los síntomas que indican su existencia en el cuerpo social. Quienes apoyan esta estrategia consideran importante retener la categoría de raza y su potencial diferenciador, con la finalidad de revelar prácticas y estructuras de desigualdad, crear conciencia y modelos emancipatorios y trazar estrategias de eliminación de las mismas. Para este particular entendimiento de la curación, la raza es al mismo tiempo un mito que tiene consecuencias reales, siendo la desigualdad una de ellas, y un concepto necesario que funciona como un requisto básico para el desarrollo de proyectos de democratización en el acceso a bienes, oportunidades y servicios. En este acto de identificación de las razas y la diferencia racial como categorías útiles, el remedio que se propone opera dentro de la lógica de un anti-racismo racialista. En ese orden de pensamiento, la idea de raza debe ser retenida no porque responda a una verdad biológica, sino porque constituye el espacio donde se hacen evidentes las diferencias (acceso a bienes, servicios y oportunidades) entre los sujetos.
En otras palabras, siguiendo el principio homeopático similia similibus curantur, esta estrategia contiene cierta tensión entre el proyecto de superar las desigualdades y diferenciaciones en el trato entre categorías discretas de gente (razas) y la necesidad de fijar y hacer evidentes las diferencias sociales, económicas, culturales y políticas entre ellas. Aun cuando este modelo califica al cuerpo biológico como una falacia científica, al mismo tiempo reconoce sus diversidades fenotípicas como el sitio desde donde se deben activar o imaginar principios de acción. Dentro de esta estrategia se ubican algunas de las propuestas que, bajo el proyecto de eliminar el racismo y la exclusión étnica, se concentran en defender derechos raciales y reclamar el reconocimiento de singularidades étnicas. En la esfera internacional han sido los bloques africano, asiático e islámico quienes más vehementemente han defendido esta postura.
La segunda estrategia de curación que se ha derivado de percibir al racismo como una enfermedad, presenta similitudes con el principio alopático de que lo contrario se cura con lo contrario (Contraria contrariis curantur). Esta estrategia, cuyo principal defensor fue el bloque soviético, se construye sobre el supuesto de que la mejor manera de curar el racismo es mediante la implementación de políticas cuyos efectos perceptibles y maneras de construir el foco de incidencia no guardan relación específica con los síntomas que tratan de combatir. Aquí, el concepto de raza se concibe no sólo como un mito que tiene consecuencias reales, sino también como una categoría políticamente impertinente.
Quienes han defendido esta estrategia, tienden a percibir al racismo como un constructo atado a lógicas sistémicas situadas más allá de sí mismo. Por ejemplo, el racismo se concibe como una manifestación ideológica de sociedades divididas en clases, y no como una práctica con fundamentos propios. Como esta enfermedad es el resultado colateral de una patología más severa, la división de clases por ejemplo, este modelo de curación evita utilizar a toda costa cualquier concepto relacionado con las razas o la diferenciación basada en caracteristicas raciales.
Al percibir el racismo como un fenómeno sin fundamentos propios, esta estrategia defiende el punto que la erradicación del arreglo social que lo hace posible puede eliminarlo. De igual forma, quienes comparten esta posición creen que la exclusión, la explotación, el genocidio y la deshumanización diferencia a los seres humanos, por lo tanto tienden a pensar que los grupos marginalizados pueden alcanzar la igualdad mediante la creación de modelos sociales integradores e inclusivistas. De esa forma, esta estrategia se enfoca en crear políticas y modelos de sociedad a los cuales les sea esquiva la diferenciación de los grupos sociales de acuerdo a su fenotipo y etnicidad, mientras que promueve esquemas de integración e inclusion, en condiciones de igualdad, de los grupos sociales históricamente diferenciados. Prima acá el foco universalista que incluye y desdibuja diferencias, en lugar del foco particularista que las enfatiza.
ii) El racismo como delito
La metáfora que describe al racismo como un delito, cuyo principal defensor ha sido el bloque europeo/norteamericano, se distancia en sentido estricto de un entendimiento histórico de ese fenómeno con sus inicios, sus consolidaciones y sus futuros desvanecimientos. En contraste, concibe al racismo no sólo como ahistórico, sino también como universal. En palabras más llanas, quienes utilizan esta metáfora creen que el racismo ha existido siempre, en todos los contextos donde existen grupos diferenciados por su etnicidad, su fenotipo y su origen ancestral. La única singularidad que reconocen, y he ahí el carácter fenomenológico de su enfoque, es aquella referida a las diferentes formas que éste ha tomado y pudiese tomar.
La metáfora del racismo como delito toma como natural la tendencia que existe en los seres humanos a establecer y fijar diferencias entre sí. También toma por dada que las diferencias entre los grupos humanos es potencialmente conducente a prácticas de exclusión y hostilidad, siendo el racismo una de sus máximas expresiones. Debido a que el racismo se percibe como parte de la naturaleza humana, lo cual es justamente lo contrario a una anomalía, es por ello que quienes utilizan esta metáfora consideran más importante concentrar las atenciones en sus manifestaciones concretas y en sus efectos lesivos, que intentar comprender su inevitabilidad. Es por ello que prefieren concentrarse en la discriminación racial, la manifestación más tangible del racismo, al cual tratan como una actividad delictiva que perturba y envilece el orden social, en tanto afecta el disfrute igualitario de derechos individuales inalienables.
La confluencia entre esas dos ideas, consustancialidad del racismo y status criminal de la discriminación, crea una versión menos optimista de la forma de enfrentarlo, que aquella manejada por los defensores de la metáfora del racismo como patología. Como comenté en un inicio, quienes defienden este punto de vista consideran que se puede reducir la discriminación racial mediante acciones gubernamentales, de la misma forma que se puede reducir la tendencia a manejar en estado de embriaguez. Sin embargo, consideran que el racismo y su manifestación más tangible, la discriminación racial, no se pueden eliminar, como mismo no se pueden eliminar las infracciones del tránsito y las actividades criminales en general.
De esa suerte, siguiendo un protocolo legalista, su estrategia se dirige, por un lado, a regular profilácticamente o correctivamente todo aquello que incentive la discriminación de cualquier individuo cuyo grupo racial clasifique moralmente como una minoría; y por el otro, a criminalizar y penalizar a los que infrinjan en el acto discriminatorio. En este modelo, la responsabilidad y la afectación es siempre individualizable (es perpretada por individuos y sufrida por individuos) y se evita percibir el problema desde una lógica sistémica o colectiva. Consustancialmente, le es esquivo el reconocimiento de la discriminación racial como un resultado de relaciones históricas de poder derivadas de lógicas estructurales.
Las políticas que se inscriben en esta particular visión, incluyen medidas dirigidas a salvaguardar la igualdad de derechos individuales (la regulación y penalización de las manifestaciones públicas de racismo desarrolladas tanto por actores privados como públicos, la eliminación de barreras institucionales que inhiban el accesso igualitario a bienes, servicios y oportunidades, la salvaguarda de igual protección en la ley y responsabilidad frente a ella y en la imposición de sanciones penales y administrativas sobre aquellas personas e instituciones que afecten el disfrute de derechos individuales igualitarios, etc.), todo ello sin pretender eliminar la inevitabilidad del racismo, sino sólo reducir la nocividad de su impacto.
iii) Reflexiones finales
Como he intentado hacer explícito, las dos metáforas que han prevalecido internacionalmente para definir y enfrentar el racismo no sólo han utilizado lentes distintos, sino que también han producido maneras de actuar y pensar que son incompatibles desde un punto de vista lógico. [6] Mientras una de las metáforas se interesa en definir las causas sistémicas, las fuentes o actores que han propiciado tal orden de cosas y erradicar de una vez por todas lo que considera una patología social, la otra normaliza el racismo y su práctica por excelencia, la discriminación, y se considera conforme con sólo criminalizar a los perpretadores y crear marcos legales profilácticos y preventivos.
Sin embargo, esta incompatibilidad lógica no ha prevenido que en la práctica estas dos metáforas hayan generado políticas que, en ocasiones, resultan similares. De hecho, en la actualidad, con la desaparición del bloque soviético, quien fuera el principal defensor de la estrategia alopática, y la creciente hegemonía del discurso de los derechos humanos, se ha producido un acercamiento involuntario entre las políticas y visiones de bloques que históricamente habían utilizado metáforas opuestas. Particularmente las principales discusiones que están teniendo lugar en la esfera internacional han comenzado a girar en torno al concepto legal de discriminación, mientras que predominan los enfoques, tanto por parte del bloque afro/asiático/islámico como del bloque europeo/norteamericano, que utilizan las diferencias individuales, raciales y étnicas como categorías necesarias para organizar argumentos políticos. Por ejemplo, mientras que el bloque europeo/norteamericano se ha enfocado en defender el derecho de los individuos a la igualdad en terminos legales, de oportunidades y reconocimiento, el bloque afro/asiático/islámico se ha centrado en defender una versión más comunitaria, que otorga prioridad a proteger el derecho a ser tratado como un igual (concesión de prerrogativas especiales a minorías étnicas y raciales que se encuentren en desventaja, etc.).
Aunque Michael Banton es un abierto defensor de la metáfora del racismo como un delito, soy del criterio que desafortunadamente no existe una formula que logre decirnos cuál de esas dos metáforas nos conducirá a un tratamiento más efectivo del racismo como un problema social. La metáfora del racismo como enfermedad, por ejemplo, ofrece poca ayuda para comprender la persistencia histórica del racismo y la versatilidad del mismo para reiventarse. Al mismo tiempo, mientras que la estrategia que definí previamente como homeopática se conduce paradójicamente desde el punto de vista lógico, al intentar eliminar el racismo mediante la reafirmación de la diferenciación racial y étnica, a la estrategia alopática que defendió el bloque soviético se le dificultó asir la complejidad de los procesos de diferenciación que se encuentran en la base misma del racismo como fenómeno, al considerar a este último como una derivación de otros fenomenos que le condicionaban.
Por otro lado, la metáfora del racismo como un delito es partícipe de un gran desinterés en explorar lo que repecta a las causas e historicidad del mismo. También le es ajeno explorar todo lo concerniente a las condiciones estructurales que producen el racismo, al preocuparse solamente en la reducción de sus efectos. Adicionalmente, esta metáfora naturaliza las diferencias y sólo se interesa en los procesos que permiten la convivencia, sin adentrarse en analizar las condiciones de posibilidad de la producción y fijación de identidades raciales y étnicas mutuamente excluyentes.
Sin dudas, las metáforas pueden resultar atractivas a la producción de políticas públicas, por la facilidad que ofrecen para hacer intelegibles fenómenos sociales complejos. Sin embargo, como nos muestran las previamente comentadas limitaciones, estas analogías, lejos de ser mediaciones descriptivas de la realidad, terminan prescribiendo involuntariamente maneras de percibir y hablar sobre lo real, al tiempo que inducen a quienes las utilizan a definir cursos de acción muy particulares, y en cierta medida unidimensionales.
Es parte de mi deseo que la principal enseñanza de esta breve reflexión sea que seamos conscientes de que las mediaciones conceptuales de las cuales nos auxiliamos no son inocuas y neutrales. De igual forma, que es relevante entregarnos al ejercicio de pensar en cómo se elige nombrar y definir analogías a la hora de interactuar con lo social. Las metáforas pueden ser sumamente útiles si no se pierde de vista que su utilización crea un a priori conceptual que tiene consecuencias tanto para el entendimiento como para la práctica. De no reparar en ello, el proyecto de facilitar la inteligibilidad que motiva su uso, termina convirtiéndose en un proyecto prescriptivo que más que asir la complejidad de la realidad, la acota a su capricho.