Por Mileyda Menéndez Dávila
No soy responsable de lo que hicieron conmigo, pero sí de lo que hago con todo eso.
Jean-Paul Sartre
El camino de la masculinidad en todas las civilizaciones es tan largo y difícil que a veces se muere varón sin llegar a ser hombre. Tal es el precio de un mecanismo sociocultural que exige a los machos de nuestra especie resistir sin chistar a cambio de convertir sus cicatrices en trofeos.
Por eso en todo el orbe mueren más hombres que mujeres por causas violentas: lesiones infringidas en peleas callejeras o en guerras, accidentes de tránsito, suicidios, anomalías derivadas del consumo de tabaco, drogas o alcohol…
Así lo explica el profesor Guillermo Figueroa, investigador del Colegio de México y defensor de la idea de que las sociedades actuales deberían tener en cuenta esa visión de masculinidad como factor de riesgo para incluirla en sus políticas públicas de educación y salud.
Pero aún a la altura de este siglo es bien difícil proponer el discurso del autocuidado a los varones, porque contradice las expectativas impuestas a su género: no parece legítimo enseñarlos a pensar en las consecuencias de esas pruebas a que someten a sus cuerpos, porque estos son proclamados desde la cultura como un espacio que debe ser curtido heroicamente.
«Nadie ha visto el “machómetro”, pero todos le hacen caso», dice Figueroa: «Por eso morimos literalmente de las ganas de ser hombre y alcanzar el estatus de macho exitoso al precio que sea, incluso el de nuestra salud.
«A veces creamos situaciones temerarias solo para cumplir esa meta: Desde niños aprendemos el “mérito” de una exposición intencional al peligro, y si alguien se alarma por lo que hacemos siempre hay un adulto que replica: “Déjalo, que para eso es macho”, como si solo importara el impresionar ahora y no el precio que paguemos después».
A su juicio, un fenómeno ilustrativo de esa masculinidad «peligrosa» es la epidemia simbólica que genera el alcohol, cuyo consumo fragiliza el entorno del hombre a cualquier edad, porque lo lleva al límite y a asumir más riesgos.
En Noruega, por ejemplo, muere mucha gente en accidentes asociados al alcohol, pero no siempre el conductor es el que está más borracho: «El conductor designado es el que menos bebe, pero eso lo lleva a sentirse seguro y a manejar más rápido o con descuido, lo que perjudica a todos».
Mejor temprano que tarde
Tradicionalmente los hombres procuran menos los servicios de salud que las mujeres, en especial chequeos preventivos para controlar factores de riesgo como la obesidad, la hipertensión, los trastornos metabólicos…
Y no es porque ellos enfermen menos: ocurre que están muy atrapados en ciertos aprendizajes que demeritan el malestar, la tristeza y sobre todo la derrota, así sea a nivel celular, y por tanto no les parece bien escuchar las señales de alarma de su organismo.
«Muchos se enojan si están enfermos y solo se preocupan en serio si el trastorno afecta su imagen varonil, aunque a veces ni eso los lleva a la consulta», dice Figueroa.
Las sociedades patriarcales catalogan como «debilidad» femenina eso de estar yendo al médico: «Es que hice tal fuerza, ya se me pasará…». Y si no, no importa: «Yo aguanto», dicen muchos, sin querer aceptar que un trastorno conduce a otro y a la larga empeora su calidad de vida, con lo cual se deterioran sus relaciones en el plano íntimo y social.
Por lo general los hombres sufren calladamente esos malestares cotidianos. Por eso se reportan en ellos cifras más altas de infartos y eventos cerebrovasculares, sin importar nacionalidad, raza, escolaridad o estatus social. También superan a las mujeres en casos de cáncer detectados en estadios muy avanzados de la enfermedad, y lo mismo ocurre con otros padecimientos cuyo curso sería más leve si se trataran a tiempo. «Buscan ayuda profesional solo para bienmorir, y eso cuando la familia insiste», dice Figueroa.
«Morimos día a día sin mirar una rosa de soslayo», se lamenta el experto. «Más que morir no vivimos, porque no nos están permitidas muchas cosas… Pero si ya sabemos que ser hombres es una construcción social, desde el momento es que adquirimos esa conciencia podemos redireccionar esa tarea y hacerla más llevadera para toda la especie».
Pero no es un problema individual, aclara. Más bien refleja la lógica y las normativas sociales: como si existiera un cuestionamiento tácito del derecho a ser hombre en un cuerpo propio, y se subvalorara el cuidado de su integridad física tanto como se exige entereza moral prácticamente desde la cuna.
«Por lo general se asume que ellos no manejan la historia clínica familiar o la propia, no saben administrarse sus medicamentos y no pueden evitar provocaciones violentas, aunque en ellas les vaya la vida», dice Figueroa, y desde una postura que defiende la cultura de paz, pregunta:
«¿Por qué no inventarnos formas más dignas de morir, que de hecho implicarían formas más dignas de vivir con las que todos saldríamos ganando, hombres y mujeres?».
Eso es lo deseable, afirma, pero reconoce que será muy difícil mientras la sociedad designe a las mujeres el papel de intermediarias en salud, las predestine a surtir y controlar el botiquín de casa, a llevar solas a los hijos al médico y a curar las heridas masculinas ¡sin reproches!
Publicado en Juventud Rebelde