Por Yasmín S. Portales Machado
Cuando empezamos a morir, alguien dijo que al fin Jehová recordaba su deber: exterminar la iniquidad de la tierra. Era fácil de creer.
Se detuvieron a mirarnos, con la indecente satisfacción de quien se sabe santo, puro, casto y mira, desde su altar de mierda, a quien no quiso ser puro, a quien no pudo ser casto, de quien no supo ser santo.
Tuvieron que mirar -no podían resistirse- y vieron:
Que cualquiera moría, pero era para este grupo la discriminación desembozada, impune.
Que cualquiera moría, pero era para este grupo la soledad.
Que cualquiera moría, pero era para este grupo la peor cobertura de salud.
Que cualquiera moría, pero era para este grupo el maltrato médico.
Que cualquiera moría, pero era para este grupo el desprecio a los derechos y decisiones de las parejas.
Que cualquiera moría, pero era para este grupo mucho del abandono familiar.
Que cualquiera moría, pero era para este grupo el diezmo cruel, la agonía de quienes deben desechar un modo de vida apenas inventado ante el acecho de la muerte detrás del amor.
Comprendimos que ser invisibles no nos iba a salvar.
Así que dijimos miren.
Tuvieron que mirar -no podían resistirse- y vieron.
Miren nuestros besos,
miren nuestra mierda,
miren nuestros sombreros,
miren nuestro pus,
miren nuestras mascotas,
miren nuestro linfoma,
miren nuestros sueños,
miren nuestra sangre,
miren nuestros impuestos,
miren nuestra agonía.
Tuvieron que mirar -no podían resistirse- y vieron.
Vieron que éramos iguales… aunque eso no hizo que la razón entrara en todas las cabezas.
Así que te doy las gracias, maldito Virus de la Inmunodeficiencia Humana, por haber hecho irresistible la tentación de mirarnos.