En esos tiempos, él andaba en las nubes. Los goces mundanos le eran ajenos. Dedicaba su vida a cultivar flores en la azotea. Entre tendederos y macetas transcurrían sus días, imaginando paraísos en el viento.
Una tarde de lluvia sucedió. Aquella joven caminaba a media calle, sin paraguas. Él tenía uno. Entonces corrió en su auxilio y le ofreció abrigo. Ella aceptó con agrado. Así, caminaron juntos, saltando charcos y arroyos, al tiempo que sus cuerpos se apretujaban.
Ante tal proximidad, a él le dio por soñar; la imaginó compartiendo aquel reducto de azotea. El sonido de la lluvia animaba su fantasear. La invitaría a mirar sus azaleas y jazmines, a descorrer las nubes y descubrir la dicha. Ella aceptaría, con su cara encendida por una sonrisa. Después, se cogerían de las manos y le diría; vente conmigo. Luego, entre azucenas y violentas deleitarían sus sentidos dándole un vistazo al paisaje, y poniéndole brillo a las estrellas. Después, se sacaría y le enseñaría su gran ternura, para luego, atravesarle todo el corazón… hasta el fondo. Le haría sentir el volcán que tiene en el alma. Una rosa le daría, por detrás el sol del ocaso. Encontrarían un rincón para ponerle sentido a la vida. Le brotaría la felicidad por todas partes, y a ella, le sacaría pedazos de alegría. Se ahogarían en su mar. Para finalmente, tenderse sin preocupaciones, a recuperar el aliento.
Desafortunadamente, la tormenta acabó. Poniendo fin a la ilusión. Ella dijo; «gracias», y se fue corriendo.
Nunca volvió a encontrarla.