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Un Cocodrilo en la Lacandona

Llegué a Montes Azules a invitación de un amigo del lugar. Era temporada de lluvias, por eso caían tres o cuatro aguaceros diarios, casi siempre seguidos de un arcoiris. Había fiesta en la comunidad. Cotidianamente degustaba pozol agrio, mientras se extendía la neblina. «Compa, así es de por sí, pues».

A orillas de una deslumbrante laguna estaba el lugar. Por las tardes se miraba a la gente retornar a sus casas atravesando las aguas sobre pequeñas embarcaciones antes de la subida de la marea. Yo miraba a lo lejos, esperando encontrar al lagarto que, dijeron, rondaba los esteros. Detrás mio se escondían algunos niños; «venimos a cuidar que no te eches al agua», decían entre risas. De regreso a la champa reclamaba por la desconfianza que me demostraban los locales; ya me habían advertido del cocodrilo y los riesgos de nadar, por eso era injustificada la vigilancia. -No te cuidaban del lagarto, te cuidaban de la Sirena, me dijo un valedor. Comenzó un relato a muchas voces, enriquecido por intervenciones en tzeltal. Existe un ser mágico femenino; habita una cueva en el fondo de la laguna, no es físico pero es real, posee una voz suave. Algunas personas son seducidas por ese dulce sonido, ocurre en sueños o en la vigilia. Quienes escuchan su canto pierden la voluntad, solo desean acercarse a ese ser blanco y radiante.

A luego los relatos puntuales. Fulano que atontado se introduce al agua, como persiguiéndola, y que casi se ahoga. Pescadores que ensueñan juntos con consecuencias fatales. En ese tono iban las narraciones.

En tanto, la fiesta en el lugar duraba ya días. Llegaban gentes de ranchos distantes, las mujeres vestidas de colores y los hombres con sus infaltables botas de hule. No había alcohol, por regla de la comandancia. Solo algún borracho clandestino que terminaba en la cárcel «libertaria«. Se bailaba bajo la lluvia, con sonidos de marimba y teclados estridentes.

Al otro día la gente andaba inquieta. Un hombre no aparecía. Su lancha fue encontrada a la deriva. Se le buscó toda la noche sin éxito. Había mucha tensión. Por la mañana encontraron su cuerpo bajo el agua, atrapado entre unas raíces. Se culpaba a la sirena. La fiesta devino velorio. La alegría se hizo duelo.

En atropellada asamblea la gente decidió parar las muertes arrojando explosivos al interior de la laguna y así acabar con el dañero ser. Imaginé peces, aves y reptiles destrozados.

Mientras, el velorio seguía. Un anciano, del otro lado de la laguna, llegó para cantarle al difunto; cantó todo un día casi sin parar, según el costumbre. En algún momento comenzó a increpar a los presentes. Dijo que en la madrugada tuvo una visión de la doncella, la poseedora de la laguna, la cual se quejaba del descuido en el que se la tenía. Que solo se la utilizaba sin dar nada a cambio, ni pedir permisos, que se pescaba en exceso, que se ensuciaba el agua, que se talaban arboles y no se respetaban a los animales. Después dijo el anciano que si hacían explotar la laguna la gente moriría de hambre, pues no habría ni peces, ni milpa, ni agua. Dijo que se tenía que respetar a la laguna, al monte y a todo lo demás. Que debía hacerse fiesta y dar ofrenda para aplacar a la doncella. Que había que agradecerse porque ella daba vida, así no habría más gente ahogada.

Mientras el viejo hablaba me iban traduciendo sus palabras. Una gran sonrisa me nació.

Las gentes se aplacaron e hicieron lo que el cantador les fue indicando.

Los seres de la laguna se habían salvado. Me fui sin poder mirar al cocodrilo.