Por Dmitri Prieto Samsónov
Había una vez por allá por el siglo XIX un italiano revoltoso nombrado Orestes Ferrara. Algunos historiadores afirman que en su juventud fue anarquista. En tal caso, es uno de las decenas de socialistas libertarios que vinieron al Caribe a pelear por Cuba Libre cuando en 1895 estalló la guerra independentista.
Al terminar la contienda, Cuba fue ocupada por el ejército norteamericano y gobernada vía órdenes militares. La República nació en 1902 tornada en protectorado de EE.UU. Ferrara, mientras tanto, cambió al parecer su militancia política, convirtiéndose al liberalismo capitalista. Por haber sido mambí, obtuvo la ciudadanía cubana. Tomó parte en el gobierno del sanguinario dictador liberal Gerardo Machado, y, después de su caída, en la Asamblea Constituyente de 1940. Liberal en fin, resultó famoso en esa convención por sus ardientes alegatos anticomunistas, no todos ellos ciertamente desatinados en aquel contexto (dijo, por ejemplo, que en la URSS de Stalin había libertad de expresión, pero una sola vez por persona). Parece que conspiró contra Mussolini junto con la mafia italiana de las Américas. Figura odiosa para muchos, pero afamado profesor, Ferrara habitó un bello palacete justo al lado de la Colina universitaria. Allí por azares de la historia quedó alojado el fruto de los esfuerzos de otro empresario cubano: Julio Lobo. Su tiempo libre, Lobo lo dedicó a su gran pasión: la adoración de la figura de Napoleón Bonaparte. Formó una notable colección de cuadros y otros objetos relacionados con el emperador francés. Debió haberle costado una millonada. Pero Julio Lobo sí que tenía plata: fue uno de los capitalistas más exitosos de Cuba.
Después del triunfo insurreccional de 1959, el Gobierno expropió la casa de Ferrara, convirtiéndola en un museo de lo más insólito para un país americano en plena transformación social bajo preceptos marxistas. Nada menos que un Museo Napoleónico en el centro de La Habana.
Hoy [28/3/11 – DPS] me enteré que el Museo –único en América Latina- fue reabierto después de una restauración. Noticia interesante para los amantes de la historia, entre quienes me incluyo. Pero aquí no acaba el cuento.
Resulta que una pariente del mismísimo Napoleón Bonaparte vino a reinaugurar la instalación patrimonial dedicada a su ancestro. ¡La vimos en la tele! Me sorprendió cómo –de una manera insólita para una solemnidad auspiciada por dos Repúblicas (la cubana y la francesa)- nuestro Noticiero Nacional de la TV le dio a la señora el tratamiento nobiliario de “Su Alteza la Princesa de Napoleón”, seguido del nombre de pila y el apellido. Las repúblicas normalmente no reconocen títulos de nobleza; algunas incluso los llegan a prohibir en sus constituciones.
Para decir verdad, me acabo de enterar de que hay sucesores “en activo” de la dinastía napoleónica. No tenía idea de que los Bonaparte tuviesen todavía gente invocando la ancestralidad imperial originada en aquel humilde artillero corso. Mi cultura nobiliaria en torno a Francia terminaba con saber que aún existen monárquicos al estilo de Acción Francesa que predican el retorno de los Borbones.
Para mí, los Napoleón eran algo propio del siglo XIX. Como del siglo XIX es OTRO acontecimiento histórico, cuya vigencia, sin embargo, –así creo- debería demandar una conmemoración pública de su aniversario más reciente.
Pero parece que para las altezas imperiales y otras no-tan-imperiales, al igual que lo fue para gente como Julio Lobo u Orestes Ferrara, Napoleón es más importante que ese OTRO suceso. [Continuará…]