La nueva política migratoria o Pronóstico para mi hijo Javier

Por Francisco Rodríguez Cruz

Por más que lo intento no logro determinar con exactitud cuándo fue que asumí como un hecho completamente natural la posibilidad de que las personas emigren de un Estado a otro, y sospecho que a la mayoría de las generaciones que nacimos en Cuba después de 1959 tal vez les suceda igual.

La nueva política migratoria que entra en vigor a partir del 14 de enero y elimina restricciones innecesarias para viajar fuera del país y regresar, es quizás el inicio del completamiento de un ciclo de madurez colectiva que, en lugar de debilitarnos como algunos pudieran pensar, casi seguramente nos hará más fuertes como nación.

Cuando yo tuve uso de razón hacía tiempo que muchos integrantes de mi familia materna y paterna vivían en los Estados Unidos, y aunque nunca cesó del todo la comunicación, ya aquella parte no mantenía vínculos regulares con quienes decidieron, no sin vacilaciones, hacer su vida en Cuba.

Digo esto último, porque hasta hace muy poco andaban por las gavetas de la casa los pasaportes que en algún momento mi madre y mi padre solicitaron allá por los años 60, sin que al final decidieran seguir el camino de algunos de sus hermanos y hermanas, para permanecer en el país junto con mis abuelas y sus restantes hijas e hijos.

En mi infancia en los 70 poco o nada hablábamos en casa de la numerosa parentela que vivía en Miami, o al menos yo no lo recuerdo. Mi primera remembranza sobre “el otro lado del charco” data de finales de aquella década, con el inicio de los viajes que supongo que por alguno de esos eufemismos tan cotidianos en el discurso revolucionario, llamaron “de la comunidad”.

Fue en 1979, bajo una relativa distensión de las relaciones con los Estados Unidos durante el gobierno de James Carter, cuando vino a Cuba mi tía Amparo, la hermana de mi papá, quien a su vez era la esposa del hermano de mi mamá. Pampa, como le decían, fue el único miembro de la familia que tuvo el valor de retornar a Cuba en aquellos primeros años, en franco desafío a su marido —el tío Pedro—, luego de once años de ausencia.

A ella, por cierto, la recibieron en casa de mi abuela paterna con todos los honores y también con cierto desparpajo por parte de parientes que mostraron de pronto un inusitado deslumbramiento y hasta cierta avaricia ante la repartición de los regalos que mi tía trajo en aquellas enormes maletas que les decían gusanos. Cada una de las prendas u objetos traían un papelito con el nombre del remitente —si lo enviaba otra persona allegada— y del destinatario.

No lo puedo olvidar, porque como yo nací luego de la estampida familiar, para mí no venía ningún presente. Niño al fin, empecé a llorar discretamente en un rincón hasta que alguien descubrió mi tristeza y apareció alguna chuchería para consolarme. Todavía me causa gran contrariedad aquella reacción infantil, y hago el cuento ahora para exorcizarla, por lo vergonzosa que me resultó siempre.

Pero mi tía Amparo murió repentinamente pocos años después de aquella visita, y las relaciones entre los parientes volvieron al distanciamiento de antes, al menos en la relación con mis padres, y en consecuencia, conmigo y mis hermanos.

Lo más lamentable es que no creo que entre la mayoría de los miembros de mi familia hubiera esas grandes discrepancias ideológicas que justificaran la persistencia de rencillas insuperables de principios —salvo muy contadas posiciones extremas de ambas partes por sinceras convicciones políticas u orígenes de clase tal vez—, además de que siempre hemos sido lo bastante pobres en los dos lados del Estrecho de la Florida como para ni siquiera imaginar la posible ocurrencia de conflictos por razones económicas.

Han sido las barreras objetivas en las vías y medios para comunicarnos, la rutina de los problemas cotidianos —a veces terribles— en cualquiera de las orillas, y posiblemente algunos resquemores sentimentales por sucesos del pasado que en cierta medida también heredamos los más jóvenes, lo que casi anuló el vínculo familiar entre quienes vivimos en Cuba y los que residen en los Estados Unidos.

Apenas un año después del recibimiento a la tía Amparo, otra experiencia infantil marcaría en mi memoria lo traumático que podía resultar en esa época el fenómeno de la emigración para Cuba: fue la imagen de una puerta o una pared —no preciso el detalle— con las manchas ominosas de los huevos que le lanzaron a la casa de una familia que residía muy cerca de la escuela donde yo cursaba la primaria, durante la crisis del Mariel en 1980, cuando a quienes abandonaban el país los estigmatizaban como “escorias” y recibían el “repudio” del vecindario.

Es cierto también que a aquellos tristes, excesivos, erróneos e imperdonables acontecimientos les precedió y luego les sucedió un ambiente de gran tensión política, que arreció con la administración estadounidense del presidente Ronald Reagan, las maniobras militares norteamericanas en el área del Caribe y no sé cuántas amenazas de guerra que parecían inminentes hasta para un niño de once o doce años como era yo.

Sin embargo, durante la segunda mitad de los ochenta y los principios de los 90 y hasta la crisis de los balseros, tuve que aprender a convivir después de una iniciación política bastante inmoderada, con las expresiones y decisiones de otros familiares que abandonaron el país o decían querer hacerlo.

Resulta curioso, por ejemplo, que el mayor de mis hermanos desde su juventud siempre aspiró a emigrar a los Estados Unidos, pero al final nunca lo hizo, no sé si porque no tuvo la oportunidad o sencillamente porque no le puso suficiente empeño. Hoy tiene casi 54 años, tres hijos, va para tres nietos y ya no habla del asunto.

Pero si tuviera que arriesgarme a definir la coyuntura que me hizo evolucionar hacia la comprensión y apoyo absolutos de ese tipo de decisión personal, atribuiría esa enseñanza a muchas de mis amistades que un día tomaron ese camino.

Colegas de estudio en la adolescencia y la juventud, periodistas y demás profesionales de mi generación que optaron por la emigración definitiva por razones diversas, las cuales iban desde el amor y la familia hasta legítimas aspiraciones de superación, incluyendo quizás también otras motivaciones más prosaicas pero igual de válidas, como las políticas o ideológicas.

Con muchas de esas amistades entrañables, con pensamientos y puntos de vista diversos y hasta muy diferentes a los míos, mantengo hoy un diálogo cariñoso, comprensivo y crítico. A varias incluso les pude saludar o visitar alguna vez fuera de Cuba y recibir su hospitalidad, afecto y respeto por mis ideas y decisiones. Esa es una actitud elemental en la que les soy recíproco siempre que vienen al país y me entero. Procuro, en fin, entender sus motivos para emigrar, aunque yo no siempre los comparta, y trato de ponerme en su lugar y apoyarles en lo que pueda con la familia —casi siempre los padres— que dejaron detrás.

Pienso, por ejemplo, que una parte de quienes emigraron quizás no lo hubieran hecho de existir la posibilidad más expedita que ahora tendremos de ir, mirar, aprender, regresar o no, decidir con conocimiento de causa dónde queremos realizarnos como personas y por qué causa vale la pena permanecer o no en un lugar.

Por supuesto que la sola enunciación de este flujo natural irrita a las facciones extremistas, y encontrará obstáculos externos a Cuba y también prejuicios internos, porque hay intereses no tan nobles ni generosos que mercadean con nuestras crispaciones históricas.

Pero tengo la esperanza y la convicción de que esa será la realidad de mi hijo, quien desde muy pequeño tiene una “antigua” enamorada del preescolar que emigró a España, más varios amigos de la primaria que viven en los Estados Unidos, e intercambian correos electrónicos y comparten cuando vienen de vacaciones a la Isla.

Quizás algún día hasta Javier obtendrá un pasaporte ordinario —espero que sea más barato para esa fecha, por cierto— e irá a recorrer el mundo lejos de mí y de su madre. Me gustaría que pudiera hacerlo con entera libertad, sin que en otras sociedades lo traten como a un ciudadano de segunda categoría por ser un inmigrante latinoamericano y sin que tampoco nadie en su tierra natal le recrimine ni le ponga trabas ni ponga en duda sus valores como ser humano por esa decisión.

Y más aún, adoraría que si lo siente y lo desea, pudiera traer de regreso a casa lo mejor que halle en ese mundo ancho y ajeno, para contribuir a hacer próspera su patria y vivir en Cuba como un hombre pleno y feliz.

Publicado en Paquito el de Cuba

1 thought on “La nueva política migratoria o Pronóstico para mi hijo Javier

  1. Paquito,
    Soy uno de los que se fue y tengo algunos comentarios:

    – Tú dices: …Procuro, en fin, entender sus motivos para emigrar, aunque yo no siempre los comparta…
    tú no tienes que entender, ni aprobar ni compartir. Sencillamente existe la frontera de las decisiones personales que no puedes traspasar, incluso con tus amigos.
    Como mismo yo no tengo que entender, aprobar o compartir que seas gay. Es tu vida, tu decisión y yo te acepto como persona y punto.

    – terminas diciendo: …Y más aún, adoraría que si lo siente y lo desea, pudiera traer de regreso a casa lo mejor que halle en ese mundo ancho y ajeno, para contribuir a hacer próspera su patria y vivir en Cuba como un hombre pleno y feliz

    Para eso, Cuba tendrá que convertirse en un destino atractivo para los cubanos. La cosa no está en la posibilidad de salir sino en la posibilidad de quedarse. Que la decisión de quedarse sea menos dolorosa que la de irse (que ya de por sí es dolorosa) depende absolutamente de los cubanos. En eso no nos puede ayudar nadie.
    Hasta que no logremos eso, estaremos perdiendo pedazos de familia, pedazos de nación regados por todo el mundo que, en lo más íntimo de su soledad se dicen cada día: ¡Coño, si Cuba hubiese sido un país normal para con sus ciudadanos!

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