Por Verónica Vega
Mirando el filme “Siete días en la Habana” con siete historias regidas por diferentes directores (encabeza la lista Benicio del Toro y la concluye Juan Carlos Tabío), me entró la seria duda de si Cuba es como yo la veo y experimento.
Y es que las impresiones acumuladas en años de ver cine cubano o sobre Cuba, cada vez menos me dan la isla donde he vivido desde que nací.
Hombres machistas, mujeres fáciles, o putas explícitas, girando en la compulsión de la supervivencia, el chiste, el erotismo, el absurdo. Como si nos hubiese intoxicado la mirada de los turistas, como si nos hubiésemos creído el estereotipo del cubano que vende la publicidad.
¿Somos solamente así? La misma Habana que he recorrido tanto, (en el mapa geográfico y en el mental) está repleta de matices, de intensidades, de personas distintas, muchas complejas y profundas. La miseria que aparece siempre en las películas con visos de ironía puede ser el refugio de mundos insospechados que jamás he visto reflejados en ninguna película.
Algo de esto, para ser justos, se esboza en el Martí niño de Fernando Pérez, (“Martí y el ojo del canario”) y casi llega a palparse en la protagonista del filme “Nada”, de Juan Carlos Cremata, humanidad que se pierde en la sátira general del filme.
El resto, al menos de lo que he visto, se me vuelve confuso. Diálogos pocas veces felices, a veces simplones, personajes epidérmicos, guiones inconsistentes o hasta inverosímiles.
Siempre la desmesura, la chanza, el atropellamiento. Como si se pretendiera coquetear con el espectador (o con el extranjero), como si no hubiera tiempo o recursos para buscar más, debajo del flashazo instantáneo, del gesto común, del sexo violento (glorificado además), del surrealismo a ultranza, de la insinuación política.
Un amigo me decía sobre el cine cubano: “siempre me deja con ganas”. Incluso, la reciente “Película de Ana”, que como decía un colega debía llamarse “la película de Laura”, porque es la actriz, Laura de la Uz quien hace carnal y creíble (sólo hasta donde es posible) el filme.
Recuerdo cuando me descubrí pensando que prefería al Sergio de “Memorias del desarrollo”, (más frágil dentro de su aparente cinismo), que el de Sergio Corrieri en la archipremiada “Memorias del subdesarrollo”, de Titón, y lamenté que la película del joven Coyula no se exhibiese en los cines y no se le diese la misma relevancia que a la primera parte.
“Memorias del desarrollo” es un filme sobre todo lo que no suelo ver en el cine cubano: lo que hay tras el mito de emigrar, la soledad (la más insondable, la que no llenan presencias ni apegos), lo que vemos cuando desaparece el hipnotismo del bienestar material, del placer sensual, y todas las formas de “libertad” que nos da una sociedad más abierta, pero también desigual y extraviada.
Sé que hay factores circunstanciales en las carencias del cine cubano, y también la censura (probada o probable) ha hecho sus estragos. No se puede crear con libertad si una amenaza respira omnisciente, junto al creador. Los tabúes políticos generan inhibición y ésta, atrofia.
Pero el resultado es que no me reconozco en las películas cubanas, como no me reconozco en esos personajes que actúan los cubanos, (a veces incluso amigos míos) cuando están frente a un turista.
Alguien me comentó una vez: “Yo decidí no ver más cine cubano. No quiero seguirme decepcionando”.
Confieso que no pude responder nada. Y en un silencio incómodo hasta me reproché mentalmente por qué yo seguía insistiendo en ver cine cubano.
Como me pregunté, después de ver “Siete días en la Habana”, por qué aún espero ver en alguna película cubana o sobre Cuba a seres lo suficientemente humanos para que se parezcan a los que he conocido aquí mismo, en la Habana, la ciudad donde vivo desde que nací.
Seres que son más que machistas, más que sexuales, más que chistosos, más que emigrantes potenciales, más que animales de supervivencia.