Por: Mario G. Castillo Santana
En el imaginario cubano de hoy existe una frase estandarizada sobre el mérito clave de José Martí en la lucha por la independencia de Cuba: nuestro Apóstol y Héroe Nacional “unió a los cubanos para llevar a cabo la Guerra Necesaria”. El instrumento privilegiado de esa unión sería el Partido Revolucionario Cubano (PRC). Sin embargo, la manera en que se gestó el consenso base que le dio nacimiento al Partido martiano es –hay que reconocerlo- aún objeto de polémicas e incluso de desconocimientos y malentendidos historiográficos.
La idea de que el PRC es antecesor del PCC ha constituido un valladar que ha impedido una comprensión más profunda de las originales características de esa organización y su peculiar contribución a la cultura y el imaginario político cubano. Nacido del suelo nutricio del patrón asociativo norteamericano y su rica vida local, dentro del PRC se condensaron varios puntos de conflictos heredados de las guerras de independencia de 1868-1878 y 1879, así como las nociones organizativas con que se asumió la preparación de esas guerras.
A ello habría que agregar que el independentismo cubano, gestado en pleno auge de los conflictos entre el capital y el trabajo en la isla, tendría que congeniar con la activa beligerancia anarquista dentro del movimiento obrero cubano en el periodo, contraria a todos aquellos propósitos políticos encaminados a sustituir la dominación socioeconómica española por una administrada por cubanos, que dividieron a la clase trabajadora radicada en Cuba.
Por otro lado, sostener la idea de que el PRC se fundó “con el objetivo esencial de organizar la guerra contra el dominio español en las Antillas”[1] conduce a una simplificación por esencialismo que obstaculiza la comprensión en profundidad de la naturaleza de este espacio sociopolítico.
Así, un documento como el Manifiesto de Montecristi, elaborado efectivamente para poner a punto el dispositivo político-militar que daría inicio a la guerra, habla tanto de la necesidad de arribar a “métodos e instituciones propias nacidas del país mismo”, como también de que “cada hombre se conozca y se ejerza”. Tal proyección de ese documento programático, de por sí inusual para la época, presupondría que la guerra “es sólo nuestro medio. La república es nuestro fin”, y siendo un medio la guerra debe contener el espíritu, la lógica operativa del fin que le dio lugar en tanto herramienta para lograrlo.
A nuestro entender, esa lógica operativa que informa y anima a medios y fines del PRC está basada sobre el logro del consenso político por medios descentralizados y no autoritarios entre componentes sociales no antagónicos que persiguen la independencia de Cuba, entendido este como la autonomía mayor que debe contener las diversas nociones de libertad que darán sustancia a esa “Cuba Libre”. “Libre” no sólo porque consuma la ruptura de la dominación que ejerce el Estado español en Cuba, sino también –y en sintonía con el anarquismo criollo de Enrique Roig San Martín-, porque “[no] mantiene a sus ciudadanos oprimidos dentro de sus fronteras [ya que de lo contrario] poca importancia tiene si los que nos esclavizan son extranjeros o cubanos [pues en ese caso] la realidad es la misma”.
Frente al republicanismo puro -ese “terrible niño bienamado de los Robespierre y Saint-Just” que pide “morir por la patria para vivir”, que clama la libertad de ser esclavo voluntario y víctima abnegada del futuro Estado-, el funcionamiento del PRC, al igual que el republicanismo social de los comuneros de París y de la hueste mambisa tunera que se pronunció en Santa Rita, convoca a los derechos a la vida y a todos los goces de la experiencia asociativa pública, así como al desarrollo de las convicciones propias (“que cada hombre se conozca y se ejerza”), ligando de manera indisoluble los deberes para con la sociedad a los derechos en el seno de ésta, para saber vivir según la justicia y en caso de necesidad, entonces, también morir por ella.
Consecuencia lógica de esta perspectiva de la organización para la libertad de Cuba, será el cambio en la comprensión de la organización de la guerra como expresión concertada de la nueva política. Recordemos que los cargos clave del Partido (Delegado y Tesorero) eran elegidos[2] todos los años y rendían cuenta directamente a las bases[3]. En tal sentido las asociaciones de base y los Cuerpos de Consejo del PRC, constituidos por los representantes de las asociaciones de cada localidad no serían, como reconoce Ibrahim Hidalgo, “entes pasivos en la preparación de la guerra en Cuba, sino que actuarían como parte indisoluble del conjunto de actividades que harían posible el avance armonioso hacia los objetivos esenciales, lo cual tiene una de sus expresiones más rotundas en el hecho de que las organizaciones locales estuvieron capacitadas para comprar sus propias armas”[4], cuestión que denota el sentido que se le da a la guerra, no sólo como hecho bélico sino como una oportunidad para poner en práctica los principios políticos que animan la organización: “Preparar la guerra es guerra… Acudir a Cuba a ordenar la guerra, es la primera campaña de la guerra”.
Si bien el entorno de espionaje hispano-yanqui en que se desenvolvieron estos preparativos y gestiones obligaron en poco tiempo a que la función tan crucial del acopio de armas quedara centralizada en manos del Delegado, el control de las gestiones de éste permanecía en manos de los clubes locales que conservan el derecho reconocido de obtener información sobre el uso de sus contribuciones.
El PRC para ser efectivo en los fines que se proponía debía operar como una instancia de síntesis epocal y de pertinencia coyuntural. Lo primero porque debía superar los dilemas que habían carcomido al primer independentismo insurreccional cubano: “libertad vs. disciplina”, “civismo vs. militarismo”, “regionalismo vs. centralismo”, “soldados vs. ciudadanos”, etc., reconociéndolos como conflictos reales de falsos dilemas. Lo segundo porque se precisaba una forma de gobierno en armas que “sólo dure en su forma primera lo que él y los sucesos tarden en sacar más país, y todas las fuerzas revolucionarias a la revolución”[5].
Sólo un consenso político que rompiera las formas verticalistas, de una naturaleza distinta a la habitual de los partidos políticos (estatistas) que conocemos, consenso basado en la autonomía social de todos los componentes no antagónicos que perseguían la independencia de Cuba, podría ser el vehículo que movilizara a tan amplios y disímiles vectores de la sociedad cubana de ese periodo, experiencia que –por otro lado- permitió abrir un campo de reflexión sobre la búsqueda desprejuiciada de un orden social para la libertad y en libertad, que superara las lógicas abstractas y transidas de colonialidad presentes en el liberalismo y sus fórmulas republicanas.
En la Cuba de fines del siglo XIX uno de los componentes del fracaso de la revolución social fue la instauración dentro del PRC de prácticas centralistas y elitarias vehiculizadas por las gestiones de un hombre como Tomás Estrada Palma, imbuido no solo de la admiración por la cultura política norteamericana, sino –y esto es más determinante- de las concepciones republicanas-liberales que paralizaron la búsqueda en libertad de formas de gobierno que “sacaran más país y fuerzas revolucionarias a la revolución”. La disolución del PRC en 1898 será el último acto del cambio operado en el funcionamiento del Partido y el inicio del nefasto predominio de los “sabios políticos” que denunció Fermín Valdés Domínguez en sus Memorias de un soldado[6].
Sin embargo, la praxis del Partido Revolucionario Cubano, que logró aglutinar en sus filas no meros individuos comprometidos con una causa, sino –y con espectacular envergadura- colectividades autónomas creadas en aras de su socialización política por obreros[7], negros[8], mujeres[9], o sea justamente los actores sociales que en esa época eran marginados y excluidos de los modos “tradicionales” (autoritarios, burgueses, patriarcalistas, racistas, centralistas, colonizadores) de hacer política, cumplió con su propósito primario de desatar la guerra contra la metrópoli ibérica e impedir la anexión directa de Cuba a los EE.UU. Otros propósitos más sublimes quedaron por lograr, pero las evidencias históricas indican que el PRC (que de ningún modo fue una obra atribuible exclusivamente del Apóstol) fungió como catalizador para la creación de nuevos espacios públicos autónomos donde más allá de las demandas de independencia política plena se movían propuestas sociales radicales protagonizadas por los sectores marginados.
La historia y los modos organizativos del PRC –quintaesencia de la praxis política martiana- forman parte del patrimonio histórico vivo del pueblo cubano, en tanto son momentos ejemplares de una manera de gestar el consenso político por medios descentralizados y no-autoritarios que entre nosotros sigue siendo excepcional.
Una versión del presente ensayo fue publicada en la revista Espacio Laical.
NOTAS
No había leído antes este artículo rebosante de interés.
Felicitaciones.
Miguel Cabrera Peña
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