Claude Lefort: la democracia, negación del totalitarismo

Por Sergio Ortiz Leroux

En octubre de 2010 murió el filósofo francés Claude Lefort. Por desgracia, su obra filosófica-política no ha sido suficientemente divulgada en nuestras tradiciones académicas e intelectuales. Salvo honrosas excepciones –como las revistasMetapolítica en su primera época y Casa del Tiempo–, su pensamiento político se ha discutido, hasta ahora, en reducidos círculos académicos de México. Quizá este olvido se deba, entre otras razones, a que el filósofo cofundador, junto con Cornelius Castoriadis, de la mítica revistaSocialisme ou Barbarie, pertenece a una especie política en peligro de extinción: la de los pensadores.

En su prolífica obra (en castellano Las formas de la historia. Ensayos de antropología política, México, FCE, 1988; Ensayos sobre lo político, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 1991; La invención democrática, Buenos Aires, Nueva Visión, 1990; La incertidumbre democrática. Ensayos sobre lo político, Barcelona, Anthropos, 2004; El arte de escribir y lo político, Barcelona, Herder, 2007; y Maquiavelo. Lecturas de lo político, Madrid, Trotta, 2010), Lefort hace del pensamiento un motivo para reconciliarse –y de paso reconciliarnos– con el acontecimiento clave que marcó a su tiempo y generación: el totalitarismo. Para el pensador nacido en 1924, el fenómeno totalitario no surgió del vacío; no es fruto de seres malignos o mentes sádicas con complejos de inferioridad, ni tampoco es una forma velada que asume el Gran Capital o una casta burocrática para reafirmar su dominación sobre el proletariado. El totalitarismo, por el contrario, es la experiencia sociopolítica que define al siglo XX. No existe, según Lefort, otro acontecimiento que haya puesto a prueba de manera más palpable el sentido de lo humano y de lo inhumano, de lo justo y de lo injusto, como el totalitarismo. Todo es posible en la sociedad totalitaria. Nada del más acá le resulta ajeno.

La democracia como negación del totalitarismo

El peso de la experiencia totalitaria no paralizó la iniciativa de Claude Lefort. Por el contrario, nuestra autor elabora, en respuesta a este acontecimiento político singular, una filosofía política de la libertad o, si se quiere, de la democracia como negación del totalitarismo. Desde el binomio democracia/totalitarismo, Lefort construye una filosofía política que tiene como punto de partida una nueva teoría delo político. En clave lefortiana, lo político no es un hecho, una cosa, una conducta o una superestructura, sino es, ante todo, un espacio simbólico al cual debemos arrancarle su significado. Para Lefort, el significado de lo político no puede ser reducido a una teoría de las instituciones políticas –como supone la ciencia política positivista– ni puede ser disuelto en una filosofía de la historia y del sujeto de la historia, cuya fuerza normativa ha acabado por determinar el sentido y las formas de la acción –como supone el marxismo–, sino que lo político tiene un sentido instituyente que no puede agotarse en lo instituido.

Desde la irreconciliable diferencia entre la sociedad civil y el Estado, entre lo político y lo social, Lefort elabora una teoría simbólica de la democracia y el totalitarismo. El auge del totalitarismo, tanto en su vertiente fascista como en su variante comunista, nos coloca, según Lefort, en la necesidad de volver a interrogara lo político, en este caso a la democracia. Preguntar por la democracia implica elucidar los principios generadores de una forma de sociedad en virtud de los cuales ésta puede relacionarse consigo misma de una manera singular a través de sus divisiones. En la óptica que nos abre Lefort, la democracia no puede ser reducida a una forma de gobierno o de Estado, o a un procedimiento para la toma de decisiones por parte de la mayoría de los ciudadanos, sino es, ante todo, una forma de sociedad, es decir, un tipo de constitución y un modo de vida radicalmente opuestos a la sociedad totalitaria. Esta última forma de sociedad, según Lefort, se instituye a partir de la negación de los dispositivos simbólicos de la democracia, es decir, es el resultado de la inversión de sentido del régimen político que se construyó a partir de la distinción entre el polo del poder, el polo de la ley y el polo del saber, y de la aceptación de la división social, el conflicto y la heterogeneidad social. En el fondo, lo que se aprecia en el totalitarismo es una tentativa de apropiación por parte del poder, de la ley y el conocimiento de los principios y fines últimos de la vida social. Secuestro que encuentra en la figura del Partido al principal agente de la fusión entre el Estado y la sociedad civil, y de la identificación entre el Pueblo, el Proletariado, el Estado y el famoso “Egócrata” retratado por Alexander Solzhenitsyn en su Archipiélago Gulag (1973).Lefort encuentra en la obra de Nicolás Maquiavelo una veta muy fértil para repensar el sentido instituyente de lo político moderno. En la filosofía política del escritor y político florentino, identifica un amor a la libertad y un rechazo a la dominación, que no aparecen por ningún lado en la ciencia política y el marxismo, que reducen toda idea de libertad a un hecho positivo, empírico o a una ideología que encubre la práctica de la clase dominante. A diferencia de Karl Marx, Maquiavelo reconoce la división social como constitutiva de la sociedad política y, por tanto, como algo insuperable. Frente a la dialéctica de la necesidad, el escritor florentino antepondrá la contingencia de los deseos humanos en la sociedad política. A partir de esa contingencia, Maquiavelo desarrolla una nueva teoría de lo político que tiene como punto de partida una elaboración singular de la división entre sociedad civil y Estado, esto es, del modo como se constituye una sociedad política.

¿Muerte del totalitarismo?

Con la llegada del siglo XXI, muchos analistas afirman que el totalitarismo ya es cosa del pasado. Entre las numerosas sorpresas que deparó el arribo del tercer milenio de nuestra era, destaca precisamente el “final” de los regímenes políticos que se instituyeron a partir de la imbricación entre los polos del poder, el saber y el derecho, y de la negación de la división, el conflicto y la heterogeneidad sociales. Los demonios del totalitarismo, aseguran, ya fueron exorcizados por los ángeles de la democracia. Después de la larga noche totalitaria, se avizora un prometedor amanecer democrático que, sostienen, ya no será interrumpido por nada ni por nadie.

Claude Lefort no comparte el optimismo de aquellos que afirman que el totalitarismo ya fue depositado por la democracia en el basurero de la historia. Desde su mirada, la democracia moderna no ha encontrado en el presente ni encontrará en el futuro la vacuna contra el virus totalitario. Siempre que la incertidumbre que activa la sociedad democrática deviene insoportable por razones políticas, económicas o sociales; siempre que el deseo de pensamiento es sustituido por una exigencia desmesurada de creencia, aparece en el horizonte inmediato el fantasma totalitario. Nada sencillo resulta vivir en una forma de sociedad en donde no existen garantías últimas sobre el sentido del poder, el derecho y el saber sino todo está sujeto a una invención permanente. La democracia, en clave lefortiana, es una sociedad que requiere inventarse a sí misma de manera constante o el riesgo de retroceder al totalitarismo es inevitable.

Si lo anterior es cierto, entonces no existen razones suficientes para afirmar que el totalitarismo desapareció definitivamente de la faz de la tierra por el simple hecho de que murió el nazismo y desapareció el comunismo soviético. Por el contrario, el fantasma del totalitarismo continúa interpelando a las sociedades contemporáneas, porque las representaciones simbólicas que le dieron sentido y proyección histórica a ese régimen político continúan seduciendo el imaginario de los mortales. En cualquier momento, como advirtió magistralmente Alexis de Tocqueville, el deseo de libertad que alimenta a la democracia puede mutar en deseo de servidumbre.Ciertamente, muchas de las bases institucionales o de los rasgos empíricos del régimen comunista han desaparecido, cambiado o perdido mucho de su identidad original. Con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la desintegración y posterior desaparición de la Unión Soviética a principios de los noventa, el totalitarismo pareciera haber recibido un golpe mortal. Los enemigos de la democracia, se afirma, ya no son los viejos totalitarismos de derecha o izquierda, sino los fundamentalismos religiosos, el terrorismo y los nacionalismos extremistas. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas como aparentan a primera vista. En efecto, si nos detenemos en este nivel de la reflexión, corremos el riesgo de confundir o mezclar dos dimensiones de análisis que Lefort se ha preocupado en diferenciar: el dispositivo institucional y el dispositivo simbólico de los regímenes políticos modernos, es decir, la diferencia que existe entre el desarrollo de facto de las sociedades democráticas o totalitarias y los principios que le han dado sentido a esas sociedades. En la obra de Lefort, no lo olvidemos, el análisis crítico de las representaciones simbólicas (lo instituyente) tiene un estatuto propio y es tan importante como el análisis de las bases institucionales (lo instituido).

La democracia, afirma Cornelius Castoriadis, es el régimen del riesgo histórico y, por eso, es un régimen trágico. La tragedia de la democracia radica, entre otras cosas, en que en cualquier momento las certezas acerca de la naturaleza, el sentido y el porvenir de la sociedad pueden remplazar a las incertidumbres sobre el origen y el destino de lo social; y la voluntad del Uno (sea éste el partido político, el césar democrático o el demagogo mediático) puede erigirse como depositaria o heredera de la voluntad de los muchos o de todos. La democracia le exige al ciudadano de a pie un deseo de libertad, una pasión por la exploración de lo desconocido, una voluntad de autonomía individual, en suma, una mayoría de edad kantiana que el totalitarismo jamás le va a solicitar.

Pero la democracia no puede ser vista, en clave lefortiana, como una estación de paso necesaria rumbo a la terminal totalitaria. Si así fuera, estaríamos dándole a la democracia un tratamiento de simple causa y al totalitarismo de mera consecuencia. Para Lefort, las relaciones causa-efecto pierden toda validez en el orden de lo simbólico. Empero, ello no exime a la democracia del peligro de caer en las redes de la “servidumbre voluntaria” (Etienne De la Boétie). Cuando crece la inseguridad de los individuos –como consecuencia, por ejemplo, de una crisis económica o de una guerra civil–; cuando el conflicto entre los grupos, las clases, las etnias o las nacionalidades se polariza hasta el extremo y no encuentra ya resolución simbólica y provisional en la esfera política; cuando el poder parece decaer hacia el plano de lo real y se muestra dentro de la sociedad como algo particular al servicio de unos cuantos; cuando la búsqueda de la verdad es sustituida por la Verdad revelada por Dios, la Historia o la Naturaleza; cuando todo ello sucede, se desarrolla entonces, según Lefort, el fantasma del pueblo-Uno, la búsqueda de una unidad sustancial, de un cuerpo unido a su propia cabeza. Quizá la lectura de la obra Lefort pueda ayudarnos a advertir los peligros que arrastran los viejos y nuevos fantasmas totalitarios de nuestro tiempo. Si cumpliéramos esta tarea, le rendiríamos a Lefort el mejor de los homenajes a unas semanas de su fallecimiento.

http://www.jornada.unam.mx/2011/01/23/sem-sergio.html