Por Gustavo Montenegro
Apenas algunos días después del asesinato del jefe guerrillero Antonio Cano, Colombia volvió a ser conmocionada, esta vez por la muerte de cuatro soldados y policías durante un rescate militar fallido de las Fuerzas Armadas en la selva del Caquetá. Estos se encontraban secuestrados por las Farc, en algunos casos desde hacía más de diez años, y formaban parte del puñado de detenidos que aún retiene la guerrilla y que busca canjear por prisioneros propios. El gobierno acusó a las Farc de fusilar por la espalda a los prisioneros para evitar que estos se fugaran durante el fuego cruzado. Las Farc lo desmintieron en un comunicado posterior. “Denunciamos ante la opinión nacional y mundial que tal hecho obedeció al afán del presidente Santos y el alto mando militar por impedir su inminente liberación” (W Radio, 29/11). Por su parte, la ex senadora Piedad Córdoba, de la ONG Colombianos por la Paz, “contó que el 26 de noviembre, día en que fueron asesinados los cuatro secuestrados, llegó una carta por parte de las Farc en la que, al parecer, se anunciaba la liberación de un grupo de secuestrados” (ídem, 2/12).
El fracaso del “rescate militar” y la crisis de las Farc
Al margen de cómo se desarrollaron efectivamente los acontecimientos de ese día, el impacto nacional que causaron intensificó el debate sobre el desarme de la guerrilla y la liberación de los rehenes. Los familiares de los tres policías asesinados cuestionaron en duros términos al gobierno. “Llevamos cinco años pidiendo por la liberación a través del diálogo y (ahora Santos) nos sale con la entrega de una bandera en la que nos manifiesta que nuestro familiar es héroe de la patria. De nada sirve” (Clarín, 28/11), aseguró la hermana de uno de los asesinados. Pero el gobierno se mostró obstinado en la política de los rescates ‘a sangre y fuego’. “El gobierno ordenará siempre ese tipo de operación cada vez que vea una oportunidad, pues el deber del Estado es proteger a la población” (Clarín, 29/11), justificó el vicepresidente, Angelino Garzón. Santos explota el debilitamiento de las Farc para mostrarse intransigente. Sólo acepta entablar una negociación si son previamente liberados, de modo unilateral, los once prisioneros que quedan. Estima que cada golpe a las Farc le allana las puertas a una reelección. Por eso procuró ponerse a la cabeza de las masivas movilizaciones en todo el país, que incluyeron a todo el arco político (desde el partido de Uribe hasta la alcaldesa de Bogotá, del Polo Democrático), con consignas como “No más Farc” y por la liberación de los detenidos.
En el plano interno, las Farc se encuentran crecientemente infiltradas por las fuerzas de seguridad. En el plano externo, están totalmente aisladas. Luego de la asunción de Santos, tanto Ecuador como Venezuela recompusieron sus lazos diplomáticos con Colombia. Los negocios petroleros de la “boliburguesía” y la construcción mixta de un oleoducto desde el este venezolano hasta el puerto colombiano de Tumaco explican que Chávez declarara recientemente que “haremos todo lo que esté a nuestro alcance para impedir todo lo que agreda, todo lo que arremeta contra Colombia” (La Nación, 29/11). No olvidemos que Chávez deportó a Colombia a Pérez Becerra, presunto líder de las Farc en Europa.
Un estado militarizado contra las masas
La guerra contra las Farc actúa como pretexto para una creciente militarización contra la lucha de las masas. El Congreso discute una reforma de la justicia que persigue el propósito de que los militares vuelvan a juzgarse a sí mismos a través del fuero militar (desde hace unos años lo hace la justicia ordinaria). En palabras del lobista número uno de la iniciativa, Alvaro Uribe, “que sean los fiscales militares quienes estimen cuándo un caso por ser violatorio de derechos humanos, por constituir delito por fuera del servicio, por tipificar homicidio fuera de combate, etc., debe pasar a conocimiento de la Fiscalía General” (El Colombiano, 15/11). Sectores de las fuerzas armadas exigen esta reforma para asegurarse impunidad para torturar, asesinar y desaparecer a guerrilleros y a los llamados ‘falsos positivos’, o sea todos los abatidos que no son “combatientes”.
En Colombia hay casi 10 mil presos políticos, de los cuales una ínfima minoría pertenece a las organizaciones guerrilleras. “El trabajo de los defensores de derechos humanos y abogados de presos políticos es dificilísimo, siendo éstos víctimas de una encarnizada persecución estatal que ha conllevado desapariciones forzadas, asesinatos, y hasta encarcelamientos arbitrarios de defensores y abogados de presos políticos” (Kaosenlared, 5/12), indica el informe anual de la campaña Traspasa los Muros. “La práctica represiva de los encarcelamientos arbitrarios, con montajes judiciales y como forma de acallar la reivindicación social y política, lejos de disminuir, ha recrudecido con Santos” (ídem). Como represalia por la reciente oleada de huelgas petroleras, la empresa estatal Ecopetrol “sigue procesos disciplinarios contra cerca de 1.000 trabajadores afiliados a la Unión Sindical Obrera” (Vanguardia, 16/12), entre ellos sus máximos dirigentes. El ascenso de luchas es el elemento más novedoso de la situación política colombiana. A las huelgas aludidas de los petroleros contra la tercerización se sumaron recientemente los mineros del carbón. Los trabajadores de la mina Calenturitas, propiedad de Prodeco, lograron un aumento salarial que supera a la inflación, después de ocho días de paro. De 6200 empleados que tiene la compañía, 5 mil se encuentran tercerizados. “Colombia vive un auge en sus inversiones en el sector petrolero y minero por mejores condiciones de seguridad que se lograron por una ofensiva militar contra la guerrilla izquierdista”, informa Reuters (25/11).
Luego de movilizaciones de centenares de miles de personas, los estudiantes lograron que el gobierno diera marcha atrás con un proyecto que avanzaba en la privatización de la educación universitaria. El movimiento estudiantil discute ahora una movilización en repudio al tratado de libre comercio con Estados Unidos.