Desciendo del autobús, es casi media noche.
Me adentro por las calles desiertas del barrio. Llego a la zona escolar, en donde ambas banquetas están rodeadas por mallas. De reojo, distingo dos siluetas dirigiéndose a donde estoy. Por reflejo, brinco la malla y caigo en la calle. Los sujetos retroceden y aparece un auto con los faros apagados, del que descienden varios tipos. Camino con alarma. Me persiguen, corro del otro lado de la malla. Uno de ellos me alcanza y me apaña por el cuello, lo rechazo con un codazo, entonces se me echan encima. Llueven trancazos e insultos. No hay modo de defenderse.
Intentan arrastrarme hasta el coche, pero me aferro a la malla. Los jalones rompen mis ropas. Logran inmovilizarme, quiero safarme, otra vez arrecian los golpes. Uno de los atacantes, llega desde el auto empuñando un tubo, agarra impulso y lo estrella en mi cabeza.
Al momento del golpe, un destello interrumpe la mirada, aunque solo por un instante. Noto los sonidos distorsionados, como si estuviera bajo del agua. Veo sus caras gesticular, pero las voces parecen venir de muy lejos, de otro mundo.
Miro el brazo que vuelve a elevarse. El tubo pega de lleno en mi rostro… Todo cesa.
De súbito, sucede una explosión luminosa. Luz blanca cegadora. No hay nada más, solo la inmensidad radiante. Quiero distinguir algo, pero no puedo posar la mirada, se impone una monotonía densa y blancuzca. No hay direcciones, ni arriba, ni abajo. Busco profundidad, no la encuentro. Unicamente existe ésta ceguera reluciente.
Intento percibir algún sonido. Es inútil, no se presenta ni el más ligero rumor. Todo se ha callado. Solo se escucha el silencio. Un silencio desconocido e irreal. Sordera implacable. Pero, no solo está el silencio exterior; igualmente, el diálogo interno enmudece. Los pensamientos han cesado. Ese hablar conmigo mismo se detiene. En este silencio, no hay tiempo, ni recuerdos. Ni conciencia, ni personalidad. Tampoco existen sensaciones, ni emociones. Absoluta nulidad. Será el vacío.
Vence el cansancio, me abandono a esa ceguera y aquel silencio. De a poco, voy perdiéndome en la tibieza. He quedado sin voluntad.
Así permanezco, no sé cuanto. Luego un murmullo, resulta que la afonía no es absoluta, la interrumpen perturbaciones acústicas. Hay ronroneos llegados por oleadas, sonoridades esporádicas, apenas perceptibles. Algunas resonancias parecen conocidas, como si fuera ruido viejo. Un silbido… no hay confusión, es el pitido del tren. Cobro conciencia de estar escuchando ruido urbano; son los zumbidos industriales que se escurren en la madrugada, llevados por el viento.
Roto el silencio, advierto la oscuridad.
Al abrir los ojos descubro mi cuerpo tendido en el pavimento, sobre un charco de sangre. Me incorporo. Cubro la herida en la frente con un jirón de tela. Aún puedo andar. Me alejo…