Por Amrit
HAVANA TIMES, 6 mayo — “La política es lo más sucio que hay” -he oído decir muchas veces- “es una gran puta, hoy está con uno y mañana con otro”.
Sin embargo, desde que empecé a ir a la escuela, y sin darme cuenta, yo formaba parte de la política. Recuerdo que al estudiar la estructura de una carta nos enseñaron que antes de la firma se ponía: “revolucionariamente…”. No una despedida que expresara afecto sincero, o respeto, sino un adverbio para dejar claro un compromiso, un pacto. Pero ¿con quién?
Las únicas personas con las que me carteaba desde muy niña eran mi padre, que había emigrado a Estados Unidos, y mis primas, a quienes sus padres sacaron de Cuba huyendo del socialismo. Así que aquella despedida debió resultarles bien incomprensible.
Pronto aprendí que el uniforme me convertía de niña en “pionera”. No sabía de qué ni me lo cuestioné nunca, y cuando, ya adulta, supe que pionero es el que inicia algo, me sorprendí mucho pues para mí era un término que se refería al socialismo y que era inseparable de la pañoleta.
Cuando a los diecisiete empecé a trabajar, no era una muchacha sino una “compañera” tampoco supe de quién, porque compartir un espacio común haciendo una labor común no me hacía sentir una comunicación entrañable con los que me rodeaban. Siempre fui bastante atípica, jamás me gustó la música popular ni las fiestas, y no tenía a quién confesarle que prefería la música clásica. Así que por mucho tiempo y a pesar de tantos “compañeros” me sentí bastante incomprendida, y sola. El área donde técnicamente podía ser “compañera” el sindicato, era para mí solo una cifra que me descontaban del salario, y creo que alguna reunión, pero en ellas debía perderme muy lejos en mis pensamientos porque no recuerdo un solo debate de esos obligados encuentros.
Para describir el efecto de toda esta atmósfera construida sólo se me ocurre una palabra: “ortopedia”. Pero no una que corrige, sino que atrofia un diseño natural. Claro que yo, con el tiempo, encontré una burbuja donde flotar, esquivando los ángulos más duros, hasta que choqué con ellos otra vez a través de la experiencia de mi hijo.
Recuerdo en particular una anécdota. Cuando él estaba en tercer grado, su maestra se quejó de que se negaba a participar en los actos del matutino y al preguntarle a él, me explicó: “Es que no entiendo por qué hablan de todos ellos (los héroes) como si estuvieran vivos, si ellos están muertos”. No soy tan ingenua como para ignorar que decirle esto a la maestra era condenar a mi hijo a la sentencia de ser un niño “con problemas ideológicos” así que solo le pregunté: “¿Por qué en los actos no tratan temas con los que un niño se puede identificar? Los temas políticos les aburren, los de la fila no atienden al matutino, hablan entre ellos, y los que están en la tarima leen sin ninguna motivación porque ven que nadie les hace caso…”. La maestra solo me miró con profundo disgusto. Pero cuando llegó a la escuela una profesora de teatro, y quedó encantada con la larga melena de mi hijo (melena que ya le había costado en la escuela grandes conflictos), enseguida le pidió que interpretara a Bebé, el niño del cuento “Bebé y el señor Don Pomposo” de José Martí. Mi hijo no necesitó que le hablaran de la labor política del apóstol, simplemente se identificó con el personaje del niño rico que se compadece de su primo pobre y actuó con gran entusiasmo en el matutino.
El abuso de las palabras y conceptos puede llevar al hastío, o a la náusea. Últimamente he descubierto que entiendo a los cubanos que emigraron de Cuba y, perdidos en la convulsión de sueños materiales, rehúyen cualquier responsabilidad de pensar e involucrarse emocionalmente con todo lo que signifique un cuestionamiento político. Esto se hace en el exilio, pero está el inxilio, que puede practicarse sin tener que depender de la compleja burocracia migratoria. Consiste en desligarse internamente de cualquier compromiso político, no importa si levantas la mano en una reunión, vas a una marcha o usas incluso el discurso oficial para defender un derecho. La identificación real con el acto y las palabras que se usan, se escurre de la conciencia como el agua en un caño, sin dejar rastro. Pienso que la omisión, la distorsión y la inconsciencia tienen un precio altísimo: nos confunden y nos hacen infelices. Especialmente los niños en su aprendizaje necesitan claridad en los conceptos para poder orientarse en el mundo que empiezan a explorar. Los tabúes solo estorban el curso natural de un proceso.
Una vez, estando en una asamblea de rendición de cuentas, observé que los vecinos que hacían planteamientos iniciaban su alegato recalcando: “Soy cuadro del partido” o “soy miembro del partido” incluso sucedió con un amigo, que considero una persona de mente abierta. Esto me sorprendió, porque entendí que nadie pensaba en el riesgo que implicaba esta acotación, que priva a cualquier ciudadano común (mejor aún, cubano común, o mejor aún, ser humano común) del derecho a un planteamiento.
Me interesa especialmente este término: ser humano. Hace tiempo observé que cuando un niño empieza a reconocer a sus padres, cuando aprende a identificase con su nombre y a reconocerse en el espejo, solo se le indican los nexos familiares o de objetos, o sociales.
Se le crea una seguridad falsa basada en el confort (hasta donde es posible), pero no se le habla como a un ser que se asoma, desde el milagro mismo de su existencia, a un mundo del que no tiene el control total, un mundo en el que es un huésped y en el que la vida misma es un misterio. Un mundo donde actúan leyes que no siempre entendemos y donde también nos espera la incertidumbre.
Cuando pasen muchos años, en la confrontación del dolor, de la carencia, del desconcierto, en la barahúnda social y hasta en la sordidez de la política, necesitará con urgencia de ese recuerdo.
Hablar en un acto escolar de la naturaleza, actuar un cuento, hacer un juego, solo preparará al niño adecuadamente para entender la historia. Podrá ubicarse mejor, entenderá poco a poco que es parte de un planeta, de un país que tiene su pasado y donde vivieron otras personas. Y mientras más humanos sean los héroes, más fácil, más espontáneamente podrá respetarlos.
¿Por qué no recordar que antes de ser “patria” somos almas, seres conscientes, y antes de ser “ciudadanos de una nación” somos seres humanos? De todos modos, la naturaleza tiene un poder que nosotros no podemos impedir, no importa cuánto se vociferen consignas, (de uno u otro bando) cuánto se tome por la fuerza (moral o físicamente), cuánto se reconstruya un rostro con cirugía para impedir el paso de la vejez o cuánto nos resistamos ante la muerte.
Alguien podría decir que salirse de esa ortopedia es también política. Bien, entonces el término habría recuperado su dimensión más profunda: “actividad humana que tiende a gobernar o dirigir la acción del estado en beneficio de la sociedad”.