En el exilio

Este texto fue escrito por Czeslaw Milosz como introducción al libro Exilio de Joseph Koudelka.

Mientras escribía este ensayo tenía ante mis ojos las fotografías de Joseph Koudelka. Dejaré que sean mis palabras un tributo a su arte de contar historias sin palabras. (CM)

El ritmo está en la base de la vida humana. Es, ante todo, el ritmo del organismo, gobernado por el latido del corazón y la circulación de la sangre. Como si viviéramos en un mundo de pulsaciones, en un mundo que vibra. Respondemos a él y alternadamente estamos limitados a su ritmo. Sin detener nuestras reflexiones en la dependencia que existe entre las sístoles y las diástoles del tiempo. Tiempo que fluye entre los amaneceres y atardeceres, y en secuencias de cuatro estaciones. La repetición nos permite formar hábitos y aceptar el mundo a manera de un “quizás” muy familiar; la necesidad de una rutina está profundamente arraigada en la propia estructura de nuestros cuerpos.

En una ciudad o una aldea que conocemos desde nuestra niñez nos movemos en un espacio domesticado, nuestras ocupaciones encuentran por todas partes señales que favorecen la rutina. Trasplantados a un espacio extranjero, nos oprime la ansiedad, debido a la indeterminación, a la inseguridad. Existe ahí una enorme cantidad de nuevas formas que fluyen, porque el principio de su orden, de su rutina, no puede ser descubierto. Lo que digo es posiblemente una generalización de mi propia experiencia, pero tengo la esperanza que se entienda como la experiencia que ha sido compartida por muchos, especialmente en este siglo.

Entre los infortunios del exilio, la ansiedad que produce lo desconocido ocupa un lugar predominante. Cualquiera que se haya encontrado como inmigrante en una ciudad extranjera, ha tenido que hacerle frente a esa clase de envidia que produce ver a sus habitantes enfrascados en sus diarias ocupaciones, conduciéndose con absoluta confianza a rumbos seguros, definidos y conocidos, a tiendas u oficinas, en un mundo que se teje dentro de un enorme tejido de alboroto cotidiano. Es posible que tal observador tenga el recurso de crear estrategias especiales, desde el exterior, para disminuir su sensación de enajenación. Viviendo en París, dibujaba durante mucho tiempo una línea alrededor de algunas calles en el Barrio Latino, de modo que pudiera reconocer una cierta área como mía. Un restaurante en la esquina, una librería pequeña, un lavadero, un café seguido de otro. Reconocer por adelantado la presencia de estas secuencias en los puntos esperados, me procuraba cierta seguridad en mis caminatas cotidianas.

Perderse en una ciudad extranjera. Quizás hay algo más profundo implicado en esto que una simple incapacidad de encontrar el camino. Me sucedió una vez, también en París –ciudad de muchos de mis momentos felices y de muchas de mis desgracias– cuando salía del Metro en una parte de la ciudad que conocía, pero no demasiado bien. Comencé a caminar y de pronto noté que no encontraba un punto claro o uniforme que me sirviera de guía, en ese momento me invadió un gran temor, una especie de repentina acrofobia. Las casas parecían darse la vuelta y amenazaban con caer. Perdí la orientación y estaba completamente consciente de mi indecisión de cuál calle tomar, hecho que provocó que fuera más profunda mi sensación de pérdida de orientación. El exilio nos priva de los puntos de referencia que nos ayudan a llevar a cabo nuestros proyectos, a elegir nuestras metas, a organizar nuestras actividades. En nuestros países nativos mantenemos una relación puntual con nuestros precursores y ancestros, con los escritores si éramos escritores, con los pintores si éramos pintores, y esa es una relación tanto de respeto como de oposición; nuestra fuerza impulsora es superarlos de una u otra manera y agregar nuestro nombre a la lista de los nombres recordados en nuestra aldea, nuestra ciudad, o nuestro país. Aquí, en el extranjero, nada de eso existe, hemos sido arrojados fuera de la historia, que es siempre la historia de un área específica en el mapa, y tenemos que hacer frente a utilizar la expresión de un escritor exiliado, “la insoportable levedad del ser”.

La recuperación es lenta y nunca completa. Hay un período en que rechazamos el reconocimiento de que nuestra dislocación es irrevocable y ningún cambio político o económico en nuestro país de origen puede ser motivo para regresar. Entonces, lentamente reconocemos que el exilio no es sólo el fenómeno físico de cruzar las fronteras del estado. El sentimiento crece en nosotros, nos transforma desde dentro, y se convierte en nuestro destino. La gran masa humana que nos pareció indiferenciable en un primer día, las calles, los monumentos, las maneras y los modos que nos fueron desconocidos, van adquiriendo nuevas características. Lo que fue extraño se transforma gradualmente en familiar; sin embargo, la memoria preserva una topografía de nuestro pasado, y esta doble observación nos mantendrá siempre a un paso aparte de nuestros conciudadanos.

“Habiendo salido de su tierra natal, no mire hacia atrás, las Erinias están detrás de usted”. Este es uno de los principios pitagóricos. El consejo es bueno, pero difícil de seguir. Es verdad, las Erinias están allí, a la espalda, y con sólo un vistazo pueden petrificar a un mortal. Algunos dicen que son las hijas de la tierra; otros, las hijas de la noche; en cualquier caso vienen de la profundidad del mundo terrenal, portan un par de grandes alas y de su cabello se deslizan horribles serpientes. Son el castigo de ofensas pasadas y se sabe bien que nadie es capaz de clamar pureza, aun sin ser consciente de las faltas cometidas. La mejor protección contra las Erinias sería, de hecho, nunca mirar hacia atrás. Pero es imposible no mirar. Allá, en la tierra de los antepasados, de la lengua, de la familia, se ha dejado un tesoro más valioso que cualquier riqueza pesada en oro. Un tesoro formado por los colores, las formas, las entonaciones, los detalles arquitectónicos, la gente, todo lo que formó nuestra niñez. Cuando se deja que la memoria hable, se despierta el pasado y de la misma manera se atrae a las Erinias; todo hombre carente de memoria es apenas humano, o representa solamente una humanidad empobrecida. Pero entonces, nos enfrentamos a una contradicción y hay que aprender a vivir con ella.

Existe otro aspecto del exilio que es considerado como una aflicción, específicamente del siglo XX; Dante, uno de los más famosos escritores exiliados, después de dejar su natal Florencia, vagó toda su vida de una ciudad a otra, pero hoy esas ciudades pueden apenas significar “el exterior”, dado que todas se sitúan dentro de Italia. Al morir, Dante fue enterrado en Ravena, ciudad que actualmente no nos parece en absoluto, demasiado lejana a su lugar de nacimiento.

¿Podría acaso suceder que con eso de la contracción del planeta, las distancias de la tierra están cambiando? ¿Que las distancias entre los países se hacen más y más pequeñas? ¿Quizá es posible visualizar los anhelos de un peregrino moderno que parte de un lugar a otro dentro de un país, llámese Europa, un continente, o el mundo sin llegar a sentir esa alienación? Si esto no es así el día de hoy, existe un dinamismo latente, inherente en el progreso de la tecnología, que empuja hacia esa dirección. El siglo XX trae también un cambio cuantitativo conveniente para la era de la explosión demográfica. En el tiempo de Dante, el número de gente que salía de las ciudades o de su aldea de origen era muy pequeño. Ahora son cientos de miles, e incluso millones, los que emigran, expulsados de sus hogares por la guerra, por necesidades económicas, o huyendo de la persecución política. Un expatriado, por ejemplo un escritor, un artista o un intelectual que abandona su país por voluntad propia, no tiene como argumento de su exilio estas ásperas razones, causas como el hambre o el miedo a la policía, pero aun así, el no podrá aislar su destino del destino de las masas exiliadas. La existencia nómada, los tugurios que a menudo habitan, los desiertos de calles sucias donde juegan los niños son, en cierto modo, también suyos; se sentirá en solidaridad con ellos y se preguntará si esto no es sólo una imagen más, y generalizada, de la condición humana. La vida en el exilio no es más que una trasplantación de un país a otro. Los centros industriales atraen a gente que sale de sus pacíficos pero empobrecidos distritos rurales y las ciudades nuevas crecen donde hace algunas décadas solamente pastaban los ganados, incrementándose así los cinturones de miseria que rodean a las grandes capitales.

Cuando caracterizamos la indeterminación y la inseguridad inherentes en el exilio, se nota que prácticamente todo lo que se dice sobre el tema es aplicable a los nuevos habitantes del paisaje urbano, incluso a aquellos que no han llegado de tierras extranjeras. La enajenación se convierte en un predicamento de muchos seres humanos que serán considerados, muy a su pesar, dentro de una categoría especial; la autoestima del inmigrante se reflejará en ese fenómeno, y se irá minando lentamente.

Quizá la perdida de armonía con el espacio circundante, la inhabilidad de sentirse en casa dentro del mundo, es demasiado opresiva para un expatriado, un refugiado, o un inmigrante, y no obstante lo llamamos, paradójicamente, a integrarse en nuestra sociedad contemporánea y le hacemos creer, si él es artista, que es entendido por todos. Y aún más, para poder expresar la situación existencial del hombre moderno, uno debe vivir en un exilio de cierta clase. ¿No es acaso el exilio el tema de muchas de las obras de Samuel Beckett? El tiempo en ellas no se percibe como una serena repetición que favorece la rutina cómoda y alegre; por el contrario, es un tiempo vacío y destructivo, acomete hacia adelante en dirección a una meta ilusoria y se cierra en sí mismo en una exhibición del hombre banal. En esas obras no se puede entrar en contacto con el espacio, ya que es abstracto, uniforme, privado de objetos específicos, y con toda probabilidad, un desierto.

Escribiendo esto, escuché casualmente una vieja canción religiosa de origen polaco, que comienza diciendo: “Exilio de Eva, te suplicamos Señor, ayuda para ella”. Sin duda, el arquetipo del jardín del Edén se repite en nuestras vidas, sea el Edén la matriz de nuestra madre o el jardín encantado de nuestra niñez temprana. Siglos de tradición están detrás de la imagen de la tierra madre, como tierra de los exiliados, presentada generalmente como un paisaje desértico, estéril, en el cual Adán y Eva marchan con la cabeza muy baja. Fueron expulsados de su reino nativo, su hogar verdadero, donde el mismo ritmo había gobernado sobre sus cuerpos y sus alrededores, donde no se había sabido de ninguna separación y de ninguna nostalgia. Al mirar hacia atrás, pudieron ver las espadas ardientes que guardaban las puertas del paraíso. La nostalgia del regreso adonde una vez tuvieron una existencia plena y feliz se ve intensificada por la conciencia de la prohibición. Y aun así, nunca abandonarán por completo el pensamiento de que un día su exilio terminará. Más tarde, mucho más tarde, quizás ese sueño tomará la forma de una ciudad de oro que prevalecerá más allá de esta época, la idea de una Jerusalén divina.

La imagen bíblica favorece un cliché en el que “exilio” significa permanecer mirando hacia el país de origen. Es muy cierto que en este siglo muchos autores han escrito poemas y novelas donde describen la región del mundo de donde han venido, mucho más hermosa de lo que era en realidad; simplemente porque es un espacio que está perdido para siempre. Sin embargo, en este punto, es posible hacer una objeción. El desplazamiento crea una distancia que se mide por kilómetros o millas, cientos y miles de millas. Pero la imagen bíblica se expresa mediante el movimiento que separa al hombre de las puertas del Edén o, traduciendo esto en nociones modernas, de las fronteras de un estado protegido por soldados armados. Sin embargo, la distancia se puede medir no sólo en millas, sino también en meses, en años, o en docenas de años. Asumiendo esto, podemos considerar la vida de cada ser humano como un movimiento inexorable de la niñez hacia las fases de la juventud, para llegar a la madurez, y más tarde a la vejez. El pasado de cada individuo experimenta transformaciones constantes en su memoria y la mayoría de las veces adquiere las características de una tierra irrecuperable que se hace cada vez más y más extraña por el flujo del tiempo. Así, la diferencia entre el desplazamiento en el espacio y en el tiempo se desvanece. Podemos imaginar a un viejo expatriado que, al meditar en el país de su juventud, se da cuenta de que está separado de él no sólo por la distancia, sino también por las arrugas en su cara y su cabello gris. Marcas dejadas por un severo guardia fronterizo: el tiempo. ¿Entonces qué es el exilio si, en este sentido, todos comparten esa condición?

No obstante, la condición del exilio en su sentido geográfico es suficientemente verdadera y aquellos que la han experimentado han utilizado diversos consuelos para hacerla menos deprimente. La conciencia de su carácter universal en este siglo puede proporcionar un alivio considerable e incluso inducir un orgullo por pertenecer a un grupo selecto que va a la vanguardia. Además, esa conciencia despierta el valor, por el hecho de que la historia ha revelado que los grandes países, entre ellos América, han sido fundados por errantes y vagabundos. Sin embargo, sucede que los artistas o escritores en el exilio son, con frecuencia, confrontados con preguntas insidiosas sobre su creatividad o la falta de ella. Un argumento que suele salir como respuesta es que existe una conexión misteriosa entre la tierra de nuestros antepasados, su luz y los sonidos de su idioma, con los poderes creadores del individuo. Se dice que nuestras fuentes de inspiración corren el riesgo de secarse en el exterior. Y de hecho encontramos un gran número de escritores y poetas talentosos, pintores brillantes o músicos prometedores, que salieron de sus países buscando la fortuna, para sólo sufrir la derrota y hundirse en un anonimato que cubrirá sus nombres para siempre. Es muy cierta la afirmación que sostiene que la tierra natal posee una fuerza que vivifica, incluso si ponemos lo obvio a un lado, a saber, la lengua materna y sus matices irreemplazables. El temor de la esterilidad es un compañero de cada artista expatriado, y aunque acostumbre rodearse de otros artistas, su presencia en ese caso le hace sentir más fuertemente el miedo. Para calmarlo, lo más útil es invocar los nombres de todos los que, a pesar de las probabilidades, no han perdido el juego. Ciertos trabajos fundamentales de la poesía en algunos idiomas, por ejemplo en polaco y armenio, han sido escritos en el exterior, debido a persecuciones políticas practicadas por poderes extranjeros que ocupan sus propios países.

Las décadas que Marc Chagall pasó en París, lejos de su pueblo natal en Vítebsk, no desalentó su inspiración original y continuó su vuelo en el cielo junto con los techos de chozas, con las cabras y vacas de su niñez y juventud temprana. Isaac Bashevis Singer recreó en América, gracias a la memoria y la imaginación, la vida que estaba perdida para los judíos polacos. Es dudoso si el Ulises de Joyce pudiera haber sido escrito en Dublín, es más probable asumir que su enajenación y su negativa para servir las metas patrióticas irlandesas eran precondiciones necesarias para la descripción de Irlanda desde lejos. Y Stravinski, a pesar de rumores maliciosos, según los cuales, después de componer La Consagración de la Primavera, su talento estaba disminuyendo, debido a su alejamiento de Rusia, continuó siendo muy productivo –muy ruso– a pesar de su largo exilio.

En cada uno de estos ejemplos, y pueden ser multiplicados, existe una pauta notable. La despedida del país de origen, de sus paisajes y costumbres lo lleva a uno a la tierra de nadie, y es comparable quizá a la elección del desierto como lugar de contemplación de los ermitaños cristianos. Llegamos así a que el único remedio contra la pérdida de la orientación será crear una propia orientación, un nuevo norte, un este, un oeste, y sur propios; y postular, en ese espacio nuevo, un Vítebsk o Dublín elevados a la segunda potencia. Lo que se ha perdido hay que recuperarlo en un nivel más alto de experiencia y presencia.

El exilio es una prueba de la libertad interna y esa libertad aterroriza. Todo depende de nuestros propios recursos, de que somos, en su mayor parte, ignorantes y, aun así, tomamos decisiones al asumir que nuestra fuerza será suficiente. El riesgo es total, no lo calma ni el calor de una entidad donde el segundo lugar es generalmente tolerado, es considerado como útil e incluso honorable. Ahora ganar o perder aparece a plena luz, porque estamos solos y la soledad es una aflicción permanente del exilio. Una vez Friedrich Nietzsche exaltó la libertad de la altura, de la soledad, del desierto. La libertad del exilio es de ese tipo, aunque es impuesta por circunstancias y, por lo tanto, carente de pathos. Una formula breve puede encapsular el resultado de esa lucha con nuestra propia debilidad: el exilio destruye, pero si falla en el intento, te hará más fuerte.

El éxodo de la gente hacia sus países de origen es una característica familiar en nuestro siglo y se ha clasificado bajo varios nombres. La Revolución Rusa tuvo como resultado la aparición de cientos de emigrados rusos en las grandes ciudades de Occidente. Pronto, se unieron los refugiados de la Alemania de Hitler y los ex soldados del Ejército Republicano Español. Hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial, la Alemania derrotada estaba repleta de los llamados D.F.’s, que eran los que habían sido sometidos en calidad de esclavos a trabajar, los sobrevivientes de campos de concentración, y los alemanes expulsados de las provincias orientales. En las décadas subsiguientes aparece una ola de migraciones provenientes de la Europa Oriental Central que se había enfrentado a diversos espasmos políticos (el aplastamiento del levantamiento húngaro, la invasión de Checoslovaquia, la ley marcial en Polonia) o por la atracción económica hacia el capitalismo de Occidente. Nombres y categorías semejantes se pueden encontrar también en África y Asia, el éxodo de la “Gente del Barco” de Vietnam es el caso más famoso. Y aun cuando los oficiales encargados de la tarea de permitir o negar a un recién llegado el derecho de permanecer, distinguen perfectamente los motivos ideológicos y económicos, la realidad es mucho más compleja que eso y pueden ser miles las razones por las que una persona se vea obligada a emigrar. Una cosa es cierta: la gente sale sus patrias porque la vida ahí es difícil de soportar.

¿Podemos imaginarnos un mundo en que el fenómeno del exilio desaparece por ser innecesario? Considerar tal posibilidad significaría hacer caso omiso de la corriente que parece llevarnos en la dirección opuesta. Lo que es probable es el aumento en la conciencia de que, quienquiera que busca la felicidad en tierras distantes, se debe preparar para la desilusión o más aún para la recompensa dudosa del que salta de la sartén al fuego. Pero este hecho no desalentaría a nadie, ya que el dolor que sentimos en un momento dado es más real que el dolor que podemos aguantar en el futuro. Esta tierra con todos sus encantos e infinita belleza es, a fin de cuentas, tambien la tierra del “Exilio de Eva”.

Nos sigue gustando aquella vieja anécdota acerca de un refugiado en una agencia de viajes, que, tratando de escapar de una Europa devastada por la guerra, está indeciso sobre qué continente y qué estado elegir, cuál es el que está más lejos de la guerra y dónde es más seguro vivir. Minutos después de reflexionar, girando un globo terráqueo al que apuntaba con el índice. Se detiene y le pregunta entonces al agente: “¿Disculpe, acaso no tiene algo más?”

Extraído de: Czeslaw Milosz, Nunca de ti, ciudad, y otros poemas, ed. por Aquiles Julián, edición digital gratuita de Muestrario de poesía, nº 32, febrero 2009, Santo Domingo, República Dominicana.


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