El metro

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Paula was not too displeased about having to commute regularly now, unlike most of her co-workers. She was even more pleased about being able to afford it, and not to having to decide any more whether to spend two hours walking, one in the bus or half one in the tubes.

Now the office was an hour away by tube, which according to conversations with other people in the building was more or less the average that most of them were spending under ground every day, twice a day, first to come to work and then to return home.

And what she liked the most, although it was not happening too often, was to be able to listen to good music, courtesy of musicians who simply got there and played here.
Whenever she heard one, Paula made herself comfortable against the wall, if it was not too dirty, discreetly so that nobody, especially the musician in question, would realise that she was listening attentively; she closed her eyes and enjoyed the mixture of sounds, music, hurried steps, quiet steps, the PA system announcing something useful or reminding not to leave baggage unattended, the background music, the train approaching on the tracks in the other direction, the sound of doors being opened, the PA system, “Mind The Gap”, the background music, the crowd getting out of the train, “Mind The Gap”, the crowd changing platforms, the sound of the doors closing, the PA system again, and the background music constantly, and Paula remembered Joaquín Sabina, who had begun his musical career singing songs of Joan Manuel Serrat with a guitar in the London Underground.
Then her train would come, and this time the din muted the singer-songwriter little by little until they could not be heard any more, and Paula carefully put a pound coin in the artist’s hat to then run to the nearest train door, before it got closed it down, and she she went going away with the din, leaving the music behind.

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castellano
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A Paula no le disgustaba del todo tener que desplazarse siempre en metro, a diferencia de a casi todos sus compañeros de trabajo. Más le gustaba poder pagárselo, y no tener ya que decidir más si pasarse dos horas caminando, una en el bus o media en el metro.

Ahora la oficina estaba a una hora en metro, lo cual según conversaciones con la gente de su edificio era más o menos la media que se pasaba toda la gente bajo tierra cada día, dos veces al día, primero para llegar al trabajo y luego para volver a casa.

Y lo que más le gustaba, aunque no pasaba demasiado a menudo, era escuchar buena música cortesía de músicos que simplemente se ponían allí a tocar. Cada vez que oía uno, Paula se acomodaba contra la pared, si no estaba demasiado sucia, discretamente para que nadie, especialmente el músico en cuestión, se diera cuenta de que estaba escuchando atentamente, cerraba los ojos y disfrutaba de la mezcla de sonidos, música, pasos apresurados, pasos quedos, la megafonía anunciando algo útil o recordando no dejar el equipaje desatendido, la música de fondo, el tren que se acercaba en las vías de la otra dirección, el estruendo de puertas que se abrían, la megafonía recordando el hueco, la música de fondo, la muchedumbre saliendo del tren, cambiando de andén, el estruendo de las puertas cerrándose, la megafonía otra vez, y la música de fondo constante, y Paula se acordaba de Joaquín Sabina, que había empezado su carrera musical cantando con una guitarra canciones de Joan Manuel Serrat en el metro de Londres. Luego llegaba su tren, y esta vez el estruendo acallaba poco a poco a los cantautores hasta que no se les oía más, y Paula ponía con cuidado una moneda de libra en el sombrero del artista para luego correr hacia la puerta más cercana del tren, antes de que se cerrara, y ella se iba con el estruendo dejando la música atrás.