Por Ramón Liarte Viu
Como en todas las épocas de decadencia, una fuerza sana y vigorosa se sitúa en el primer plano de los acontecimientos para forjar los hechos: la juventud. Si los jóvenes hacen más ruido que los demás es porque tienen más energías acumuladas, o lo que es mejor, mayores posibilidades de recuperación. ¿Cómo va a dar la nota más aguda un mudo, ni saltar el muro más alto el paralítico? El joven, por ser insatisfecho, no puede sentirse feliz. Los satisfechos son aquellos que lo han logrado todo. El hombre-harto no siente afán de luchar. Por contra, los desafortunados van a la conquista de todo porque no tienen nada. Creer en la victoria implica luchar por ella y hacer posible su advenimiento. Hay una manía constante en indicar los caminos que debe recorrer la juventud.
Se le quiere dictar normas de vida y métodos de acción. Perfectamente sabe el joven que es necesario salir del pasado para ganar el futuro. Sólo venciendo a la muerte se conquista la vida. Lo esencial en esta lucha de siempre es no desestimar las propias posibilidades. La juventud es la naturaleza viva que aprende en la historia las lecciones más fundamentales para sobrevivir. De la misma manera que la fidelidad no conoce hipocresías, la juventud está reñida con los prejuicios. Todo joven quiere ser, ante todo, él mismo. Parecerse como una gota de agua a otra. Anhela ser singular. Cuando nace una nueva vida, todo el mundo se reinicia para el recién nacido.
De la misma manera que los jóvenes crecen bien, los viejos envejecen mal. Las viejas sangres son portadoras de taras. Vinos añejos de ayer, convertidos por la fuerza de tiempo en vinagre que no puede mezclarse con caldos nuevos y generosos porque los estropea y deteriora. Continue reading