Por Benjamín Forcano
Resulta más que oportuno relacionar la renuncia del Papa Benedicto XVI con un pasaje de los Hechos de los Apóstoles. El apóstol Pedro visitaba en Cesarea a un tal Cornelio, hombre recto, que era capitán de la compañía itálica. Cuando Pedro estaba para entrar en su casa, Cornelio salió a su encuentro y se echó a sus pies a modo de homenaje, pero Pedro lo alzó diciendo: “Levántate que también yo soy un simple hombre”. (Hch 10). Palabras del primer Papa, que conectan con estas otras del concilio Vaticano II: “Se ha de reconocer cada vez más la fundamental igualdad entre todos los hombres” (GS, 29).
Desde este relato, creo entender la decisión tomada por el Benedicto XVI. Sin dejar de ser Papa, él no olvida su condición humana: “Para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meces, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”.
Nadie encontrará extraño que la Iglesia católica, en su concilio ecuménico Vaticano II , escogiera como categoría básica para expresar esta igualdad fundamental la de Pueblo de Dios. Este pueblo germinalmente abarca a todos los hombres y la Iglesia católica es como el sacramento visible de su unidad universal. En ella “Todos los fieles de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristina, con la cual se promueve un modo de vivir más humano” (LG, 40).
El cansancio e incapacidad del Papa apenas si puede sorprender a nadie. Joseph Ratzinger, antes que Papa, era teólogo y es para lo que, debidamente preparado, estaba dispuesto: investigar, enseñar, escribir y publicar; labor que venía cumpliendo con rigor y competencia, sin que se le ocurriera pensar en la tarea de gobernar. Fue elegido para ello, primero como obispo, más tarde como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y finalmente como Papa.
Ha sido en sus casi ocho años de Papa cuando más ha percibido el acelerado y traumático cambio de la sociedad actual, la gravedad de los problemas eclesiales y, más en torno a él, la peligrosa maraña de colaboradores suyos, algunos muy potentes y avezados en las ambiciones, intrigas y secretos curiales. Esa red le envolvía, iba en contra de su natural tímido y en casos graves de resolución se encontraba con posiciones opuestas, ante las que no se atrevía a proceder con coraje. Se vio abrumado, sobrepasado y con humildad decidió renunciar y no esperar a que, en sus últimos días, otros que sin duda pensaban que tenía que seguir hasta la muerte, pudieran manejarlo contra su voluntad. Benedicto XVI tenía en su memoria el angustioso final de Juan Pablo II, superadmirado y elogiado por los medios. Benedicto XVI decidió renunciar, seguro en su conciencia de que obraba bien. Acaso sea, entre los pocos que dimitieron (Celestino V, 1294; Gregorio XII, 1415;…) el único que lo ha hecho por decisión propia, sin otras razones y presiones exteriores. Ciertamente, era quebrar una tradición sacralizada, que presentaba al Papa como un vicediós. Pero su sabiduría teológica le ayudó a ahuyentar todo temor y duda. Y en nuestro mundo su gesto resulta adecuado y creíble, humana y teológicamente hablando.
Entre los componentes de la Curia Romana, habrá quienes estarán estado en desacuerdo, pero ni antes, y menos ahora, se puede sostener que el ministerio del Papa debe ser vitalicio. Lo afirmaba el mismo Papa cuando como teólogo escribía: “Para la teología católica es imposible considerar la configuración del primado en los siglos XIX y XX como la única posible, necesaria para todos los cristianos”.
En este sentido, para diseñar un futuro más evangélico y moderno de este ministerio, sirve exponer las razones que debieran perfeccionarlo en lo sucesivo. Se trata simplemente de un derecho, el derecho del Papa a jubilarse, como acontece en todo ser humano.
El Papa es un ser humano
El Papa es un ser humano y, como tal, está sujeto a las limitaciones que le impone, sea por debilidad, enfermedad, envejecimiento, etc. La edad suele marcar en todas partes un límite, más allá del cual se considera que para una persona es justo y aconsejable verse liberada de determinadas responsabilidades públicas. Tal liberación se acrecienta ante las responsabilidades de la Iglesia católica, que se extienden a la tierra entera y alcanza a mil millones de miembros.
Los obispos se jubilan a los 75 años
La tendencia actual en la Iglesia, establecida por Pablo VI, es la de jubilar a los obispos a los 75 años, aunque estén en buenas condiciones, como le ocurría al cardenal Tarancón. El Papa es el primero de todos los obispos, pero es también obispo.
El carácter vitalicio del ministerio papal no es ningún dogma
De acuerdo con las leyes de la evolución histórica, hay normas y costumbres del pasado que no conviene mantener en el presente. El carácter vitalicio del ministerio del Papa no se apoya en ningún principio dogmático y contradice la vida democrática, propia de la mentalidad moderna y muy concorde con el mensaje evangélico.
La soberanía democrática es del pueblo de Dios.
Muchos tratan de cuidarse en salud, afirmando que la Iglesia no es una democracia. Se puede admitir, pero replicando que, en cuanto a la estructura y principios que la deben informar, la Iglesia es más que una democracia. Los principios de Jesús: “Sois todos hermanos”, “el que quiera ser superior que se haga inferior” , “los últimos serán los primeros”, etc. marcan un nivel de igualdad y fraternidad que aseguran relaciones más que democráticas .
En el parecer del teólogo José Mª Díez Alegría, “Los cristianos pedirían un Papa capaz de desmontar el monarquismo absolutista con que está funcionando el papado y que, sin negar el primado, lo hiciera compatible con la colegialidad, la subsidariedad”. Es éste el principio invocado por el Vaticano II: las cosas comunes se resuelven mejor entre todos que no por uno, en este caso por todos los obispos y no sólo por el obispo de Roma.
En Carta personal a Juan Pablo II, el obispo Casaldáliga le comenta que ciertas estructuras de la Curia no responden al testimonio de una simplicidad evangélica y de comunión fraterna, son centralizadoras e impositivas y no respetan una corresponsabilidad adulta ni, a veces, los derechos de la persona o de los pueblos diferentes: ”La curia romana reclama a gritos una profunda renovación. Me atrevería a calcular que un 70 % de lo que se adjudica la Curia romana podría resolverse mejor en las iglesias particulares y en las conferencias episcopales”.
El Papa solo no es la Iglesia, ni él solo es todo el colegio episcopal. Lo confirmaba también el cardenal Carlo María Martini: “Determinados puntos de la Iglesia necesitan para su solución de un instrumento colegial universal y autorizado”. El Papa es para la Iglesia, no la Iglesia para el papa. El Papa tiene un ministerio (servicio) que le confiere la misma Iglesia, no como una dignidad, prebenda, poder o premio sino como una misión que debe ejercer en función del bien y del buen gobierno de la misma. La magnitud y variedad de la Iglesia, sus situaciones históricas y socioculturales, políticas y religiosas tan distintas, exigen cercanas y especiales condiciones que no
Con razón, pues, Benedicto XVI ha reiterado que ha renunciado por el bien de la Iglesia. Su renuncia debiera promover el compromiso de una mayor democratización y corresponsabilidad eclesial a todos los niveles: continentales, regionales, diocesanos, parroquiales, etc.
La hegemonía clerical, favorecida por el poder del Papa acumulado en la historia, sobre todo a partir de la reforma gregoriana, no tiene fundamento en el Evangelio y se deslegitima a la luz del sacerdocio de Jesús, fundante de todo otro sacerdocio en la Iglesia.
La soberanía de la Iglesia la tiene el pueblo de Dios quien, en última instancia, la recibe de Dios, quedando en manos del pueblo –en su protagonismo, participación y corresponsabilidad- delegarla en aquellos miembros de la comunidad –local, parroquial, diocesana, etc.- que más idoneidad revistan.
La jerarquía eclesiástica, en cualquiera de sus niveles, es nada sin la comunidad. Jamás la autoridad en la Iglesia puede entenderse y erigirse como una realidad que tiene consistencia en sí y por sí. Tal concepción ha llevado a una hipertrofia de la cabeza y a una atrofia de los demás miembros del cuerpo eclesial. Tal desorden quedaría corregido y eliminado si conociéramos bien la naturaleza del sacerdocio de Jesús, norma y modelo de todo sacerdocio en la Iglesia.
El sacerdocio de Jesús, fuente del sacerdocio cristiano
Estoy convencido de que el sacerdocio de Jesús, comunicado a la Iglesia entera, es clave para poder entender la renuncia del Papa e impulsar una reorientación del mismo en la comunidad cristiana.
Como muy bien dice el Vaticano II: “Todos los bautizados, por la unción y generación del Espíritu Santo, son consagrados como cosa espiritual y sacerdocio santo” (LG. 10).
La Iglesia entera participa del sacerdocio de Jesús. Explicar esto es decisivo para evitar concepciones del sacerdocio que no responden a la novedad del sacerdocio de Jesús: “En Cristo se ha producido un cambio de sacerdocio” (Hb 7,12).
Este cambio comienza por saber que los discípulos de Jesús no lo tenían a él como sacerdote al estilo de entonces, seguramente porque seguramente vieron cómo se enfrentaba con los sacerdotes judíos y el templo.
Por su sacerdocio, Jesús “se hace semejante a sus hermanos”, de modo que se identifica con el pueblo, sin avergonzarse de llamarlos hermanos. Para ejercer su sacerdocio no necesita retirarse al ámbito de lo sagrado, de los ritos, sino que lo vive a través del sufrimiento y del amor llevado al extremo. Desde ese ejercicio, oye y hace suyo el clamor del pueblo y tiene experiencia de lo débil, de lo pobre y de lo excluido. Ejercicio que lo lleva a comprometerse con los más débiles y maltratados y a terminar clavado oprobiosamente en la cruz.
La vida de Jesús fue una vida sacerdotal en el sentido de que se hizo hombre, fue un pobre, luchó por la justicia, fustigó los vicios del poder, se identificó con los más oprimidos, los defendió, entró en conflicto con los que tenían otra imagen de Dios y de la religión y tuvo que aceptar por su fidelidad la persecución y el morir fuera de la ciudad , echado fuera de ella como a un estercolero. Los poderes establecidos, en este caso poderes de la muerte, lo matan ( y matarán a todos aquellos que se identifiquen con los marginados y oprimidos): “Por eso, él asumió la misma carne y sangre que los suyos, para con su muerte aniquilar al señor de la muerte y liberar a todos los que pasaban la vida entera como esclavos” (Hb 2, 14-15)
Este sacerdocio sólo lo conocemos en Jesús y es el que hay que proseguir en la historia y, así, la Iglesia entera , pueblo de Dios, prosigue y ejerce el sacerdocio de Cristo , sin perder la laicidad, en el ámbito de lo profano y de lo inmundo, de los “echados fuera”. No se trata de renegar de un sacerdocio que atiende como se debe al culto y celebraciones litúrgicas sino de ver que transcurre centrado en el mundo real: “Entre quienes viven en un mundo de miseria y opresión, ese modo es el que se ofrece al servicio sacerdotal” (Jon Sobrino).
Este sacerdocio, llamado común (de todos) pertenece al plano sustantivo, mientras que el presbiteral es un ministerio (servicio) y no puede entenderse desentendido del común. El sacerdocio común pertenece y acompaña al presbiteral, procede de él por delegación (de la comunidad sacerdotal) y, en consecuencia, está subordinado al común.
Queda así muy superada la figura del “sacerdote” que se ciñe casi exclusivamente al altar y a la administración de los sacramentos. El menester primero ( Cf. Presbiterorum Ordinis) del presbítero es el ministerio de la palabra , realizado de muchas formas y las más de las veces fuera del templo.
Conviene saber que este ministerio presbiteral, tal como se entendía en el primer milenio, tiene pleno sentido, pero con referencia y en dependencia de la comunidad.
Acaso lo más importante y significativo de la renuncia del Papa está por venir. Su gesto debiera ser un impulso para volver a tomar en serio en la Iglesia el sacerdocio de Jesús y aplicarlo con todas su consecuencias.
Es entonces cuando podemos entender palabras como las de los obispos Cipriano y León Magno: “No se debe ordenar obispo a nadie contra el deseo de los cristianos, y sin haberles consultado expresamente al respecto” , “El que ha de presidir a todos, que sea elegido por todos”, porque “al que es conocido y aprobado se le reclama con paz, mientras que al desconocido, es menester imponerlo por la fuerzas y será constantemente materia de discusión”.