Por Zuleica Romay Guerra
Los procesos emancipatorios que caracterizaron la insurrección de los 60, develaron un nuevo espectro de intereses, fines, demandas y expectativas sociales y políticas. Lo que la teoría política de inspiración soviética encorsetó bajo el rótulo de “movimiento progresista internacional” adquirió rostro y voz en gente hasta entonces invisibilizada en las estadísticas electorales de los partidos tradicionales. Mujeres emancipadas de prejuicios sexistas, jóvenes irreverentemente sediciosos, etnias no “integradas” a las culturas hegemónicas, sindicalistas radicalizados y negros con conciencia de su mismidad, se lanzaron a la calle a luchar por sus derechos.
El mundo cambió en Europa y Norteamérica, sacudido por manifestaciones estudiantiles, demandas obreras y reclamos de derechos civiles. Se volvió menos gobernable con montañas sudamericanas tomadas por guerrillas y colonias africanas empeñadas en ser países. En esa ebullición de fuerzas desatadas, el movimiento afrodescendiente americano intentó articularse, inspirado por el pensamiento, los métodos de lucha y el discurso contestatario de un nuevo liderazgo tercermundista.
Mas las batallas antisistémicas de organizaciones y movimientos sociales encabezados por descendientes de africanos durante los años sesenta del pasado siglo fueron objeto, en la década siguiente, de una operación contrainsurgente, ejecutada por el capital transnacional. Veinte años después se reavivaron los rescoldos, mientras alguien –con razón apresurada y mucho eco mediático– pronosticaba el fin de la historia. De la historia toda, no de aquella que escribieron los dominadores de siempre, dando por sentada nuestra minusvalía cultural. Continue reading