Un día lindo para una revolución: ¿Por qué el Primero de Mayo deberíamos levantarnos para cambiar el sistema?

Por David Harvey
(
City University of New York)

Traducción al castellano: cortesía Observatorio Crítico.
Un análisis de las razones para el protagonismo solidario de los movimientos sociales contra el capital global.

Proletarios, uníos: Trabajadores indonesios marchan el 1 de mayo de 2003 (Reuters)

El Primero de Mayo es la ocasión en que celebramos los grandes logros de los trabajadores del mundo en aras de hacerlo un sitio mejor, mucho mejor para vivir. Pero desafortunadamente no hay mucho que celebrar por estos días. Los 30 años más recientes están salpicados de batallas y escaramuzas que resultaron de una derrota tras otra para la clase obrera organizada.

La ensoberbecida clase capitalista ha consolidad su poder de mandar y corromper casi todas las instituciones principales que regulan el cuerpo político: los partidos políticos (de derecha o de izquierda por igual), los medios de comunicación social, las universidades, el Derecho, sin mencionar el aparato represivo del Estado ni las instituciones internacionales. La democracia del poder monetario impera hoy. Una plutocracia global ejerce su voluntad sin resistencia casi en todas partes.

Entonces, ¿qué hay para celebrar? No tendríamos, por supuesto, lo que aún tenemos (desde las jubilaciones a los remanentes de una atención sanitaria razonable y de la educación pública) si no fuera por el movimiento obrero. Pero hacer nostalgia sobre los indudables logros y heroísmo del pasado nos lleva a ninguna parte.

El Primero de Mayo, por tanto, debe ser para relanzar un movimiento revolucionario hacia el cambio del mundo. La idea misma de hacerlo así –o simplemente decirlo o escribirlo- es tan exhilarante como sorprendente.

¿Sería esto también una reliquia de la retórica revolucionaria de alguna era ya ida? ¿O es que estamos en uno de esos puntos curiosos en la historia humana cuando la única cosa razonable que se puede hacer es demandar lo imposible? La agitación simultánea de las revueltas desde El Cairo y Damasco hasta Wisconsin y las calles londinenses, desde Atenas a Lima, desde las fábricas asesinas de trabajadores en el delta del Río Perla de China a las fábricas ocupadas por sus obreros en Argentina, desde la resurrección de las rebeliones rurales en India a los movimientos de los favelados en Sudáfrica, sugiere que algo distinto ya está en el aire. Un movimiento imparable de la revuelta global, quizás, que nos dice: ¡basta ya! Es nuestra hora, la de los desposeídos y desalojados de la tierra, la hora de desear y obtener más.

Junto con todas esas bulliciosas protestas, se exploran innumerables prácticas alternativas a la interminable acumulación del capital: los movimientos cooperativos, las economías y redes solidarias, las organizaciones de seguridad alimentaria, los movimientos campesinos y ambientalistas, los colectivos de control obrero están en pleno movimiento. Ya existe, rodeando el planeta, un movimiento descentralizado pero sustancial de gente que busca caminos gratificantes y humanistas para reproducir una vida social adecuada.

Tal movimiento desordenado y a veces caótico apuesta justamente por tomar el rol alguna vez jugado por la clase obrera organizada. Animado por ideas de autonomía y de modos de vida alternativos, y dotado de una marcada preferencia por modos de organización con bases locales y en forma de red, esos movimientos –con frecuencia respaldados por una poderosa pero pérfida cultura de ONGs- se enfrentan a la problemática de cómo combinar y elevar en escala su labor para traducir sus frecuentemente fecundos esquemas locales en una estrategia planetaria, en aras de propiciar una vida social adecuada y saludable a los 6.8 billones de terrícolas.

Adónde podemos ir depende, por supuesto, en gran medida de dónde estamos ahora. Entonces, ¿cuáles son las posibilidades revolucionarias y –más importante- las necesidades revolucionarias de nuestro tiempo?

Estamos –creo- en un punto de inflexión de la historia del capitalismo. Las tasas compuestas de crecimiento que han prevalecido durante los dos siglos anteriores son cada vez menos sostenibles. ¿Es posible un crecimiento compuesto continuo (con una tasa mínima de 3% anual) a perpetuidad en un mundo ya completamente integrado a la dinámica capitalista? Las consecuencias ambientales y sociales son ya pésimas, pero aún más asusta la potencialmente mortal competencia geoeconómica y geopolítica por los mercados, recursos, tierras y usos de la atmósfera.

Es una necesidad lograr el crecimiento cero, y el crecimiento cero es incompatible con el capitalismo. Esta necesidad indica, por tanto, que todos debemos volvernos anticapitalistas. Debemos encontrar vías alternativas para sobrevivir y prosperar. Tal es el imperativo de nuestros tiempos. Esto es a lo que deberíamos acometernos en este Primero de Mayo.

La crisis de 2007-9 y lo que le siguió constituyó un disparo de advertencia. Esa crisis, muchos dicen, constituyó un cambio en el juego de cómo han de funcionar la política y la economía. Pero parece que nadie tiene una idea clara sobre lo que debe ser el nuevo juego, cuáles han de ser sus reglas, y quiénes habrán de dirigirlo en tal dirección.

La bancarrota en el ámbito actual de las ideas creativas contrasta radicalmente con las crisis anteriores. En 1930, por ejemplo, un cambio importantísimo en el pensamiento económico –el keynesianismo- sustentó una reorientación radical de los aparatos de Estado y sus políticas en las regiones centrales del sistema capitalista. Produjo un crecimiento relativamente fuerte y estable entre 1945 y 1968 (aproximadamente) en América del Norte y Europa.

Irónicamente, estos han sido años en que la tasa impositiva marginal en los EE.UU. a veces ascendió tan alto que llegó a 92% y nunca fue menor del 70% (tornando en mentira el argumento de que las altas tasas impositivas marginales sobre los ricos inhiben el crecimiento). También han sido estos años en que la clase obrera organizada obtuvo logros razonables en los países capitalistas desarrollados.

Mientras la descolonización a lo ancho del resto del mundo procedió rápidamente, la expansión y –en algunos casos- la imposición de proyectos de desarrollo económico llevó a una gran parte del plañera a una relación tensa con las formas capitalistas de desarrollo y subdesarrollo (propiciando una ola de movimientos revolucionarios entre finales de los 1960 y los 1970, de Portugal a Mozambique). Esos movimientos fueron resueltamente enfrentados, subvertidos y eventualmente allanados por combinaciones de poderes elitistas locales apoyados por acciones encubiertos de EE.UU., golpes militares y cooptaciones.

Los años de la crisis de 1970 forjaron otro cambio de paradigma en el pensamiento económico: arribó el neoliberalismo. Hubo ataques frontales contra la clase obrera organizada, mediante políticas salvajes de represión salarial. El involucramiento estatal en la economía (particularmente respecto a la provisión de bienestar y al derecho laboral) fue radicalmente re-pensado bajo Reagan y Thatcher. Se dieron grandes concesiones al gran capital y el resultado fue que los ricos se volvieron mucho más ricos y los pobres relativamente más pobres. Pero, interesantemente, las tasas de crecimiento agregado permanecieron bajas aún cuando la consolidación del poder plutocrático ocurrió con rapidez.

Emergió entonces un mundo completamente distinto, hostil en su totalidad a la clase obrera organizada y apoyado cada vez más en fuerzas laborales precarias, temporales y desorganizadas que se propagaron en torno al planeta. El proletariado se volvió crecientemente femenino.

La crisis de 2007-9 encendió la chispa de un breve intento global de estabilizar el sistema financiero del mundo mediante instrumentos keynesianos. Pero después, el mundo se dividió en dos campos: uno, con base en Norteamérica y Europa, ve la crisis como oportunidad para completar la partida final de un enviciado proyecto neoliberal de dominación de clase; el otro cultiva nostalgias keynesianas, como si la historia del crecimiento económico de posguerra tal y como ocurrió en EE.UU. pudiese ser repetida en China y otros mercados emergentes.

Los chinos, bendecidos por enormes reservas en recursos financieros extranjeros, lanzaron un vasto programa de estímulo construyendo infraestructuras, ciudades nuevas completas y capacidades productivas para absorber la fuerza de trabajo y compensar el derrumbe de los mercados de exportación. Los bancos controlados por el Estado prestaron furiosamente su dinero a innumerables proyectos locales. La tasa de crecimiento se alzó hasta más del 10% y montos millonarios fueron devueltos a la actividad económica. Ello fue seguido de un tibio intento de poner en marcha el otro piñón del programa keynesiano: subir los salarios y gastos sociales para impulsar el mercado interno.

El crecimiento chino tuvo efectos desbordantes: los proveedores de materias primas, como Australia y Chile, así como muchos otros territorios latinoamericanos reiniciaron un fuerte crecimiento.

Los problemas de tal programa keynesiano son bien conocidos: se están formando en todas partes burbujas de activos financieros, particularmente en el “caliente” mercado de propiedades en China, y la inflación se acelera de manera clásica, como para sugerir que una crisis de otro tipo puede ser inminente. Pero además, las consecuencias ambientales generalmente son calificadas de desastrosas –incluso por el propio gobierno chino- mientras el descontento laboral y social aumenta en escalada.

China contrasta marcadamente con las políticas de austeridad que sufren las poblaciones de Norteamérica y Europa. La fórmula neoliberal establecida a partir de la crisis de la deuda mexicana de 1982, está siendo por ello repetida. Cuando la Tesorería de EE.UU. y el FMI excluyeron a México de su confiabilidad para pagar a los bancos de inversiones de New York, ellos mandaron austeridad. El estándar de vida en ese país aún pobre cayó cerca de un 25% durante unos 5 años. Hacia el final de la centuria, México tenía más billonarios que la Arabia Saudita, y Carlos Slim fue pronto declarado la persona más rica del mundo, en medio de una pobreza en incremento.

Tal es el destino –junto con las perpetuas altas tasas de desempleo y los salarios estancados- que espera a las poblaciones de Occidente, a no ser que haya suficiente resistencia política y descontento popular para revertirlo. Es una política de desposesión, no sólo de recursos sino también de derechos políticos y civiles ganados duramente en décadas.

Detrás de todo esto hay una historia siniestra. Al asumir la presidencia de EE.UU. en 1981, Ronald Reagan redujo drásticamente la máxima tasa impositiva marginal del 72% al 32%, mientras prodigaba a toda manera ventajas impositivas para las corporaciones y los ricos. Lanzó una enorme carrera armamentista con la URSS, que financió mediante el déficit presupuestario. El resultado fue un rápico aumento de la deuda. David Stockman, el director presupuestal de Reagan, entonces dejó el juego. El propósito fue manejar la deuda de modo que justificaría el destripamiento de todos los programas sociales y regulaciones ambientales que se le habían ganado al capital en los años precedentes.

Cuando Bush Jr. llegó al poder en 2001, su Vicepresidente, Dick Cheney, en varias ocasiones aseguró que “Reagan nos enseñó que los déficits no importan”. Entonces, Bush les recortó sustancialmente los impuestos a las corporaciones y a los ricos. Se lanzó al combate en dos guerras injustificadas (que costaron un trillón de dólares) y promovió una costosa ley contra las drogas que favoreció a las grandes firmas farmacéuticas. Un incremento del presupuesto bajo Clinton se tornó un mar de tinta roja bajo Bush. Ahora los republicanos y la facción pro Wall Street de los demócratas demandan que las deudas se retiren a expensas de los programas sociales y regulaciones ambientales.

Esto es lo que las políticas plutocráticas han estado haciendo durante los 30 años recientes: aumentar la tasa de explotación de la fuerza de trabajo, saquear sin misericordia el entorno y derribar los salarios sociales, para que los plutócratas lo tengan todo.

Aún así, los dos mayores problemas de nuestro tiempo, tal y como acuerdan los objetivos del milenio firmados por casi todos los países de la ONU, son el potencial colapso ecológico y la expansión de las desigualdades sociales. Pero el los EE.UU. hay un persistente movimiento para exacerbar ambos problemas. ¿Por qué?

A lo largo de su historia, el capital ha buscado evadir ciertos costos, tratándolos como “externalidades” como le gusta decir a los economistas. Los costos ambientales y los de la reproducción social (todo desde cuidar a la abuelita y los discapacitados hasta la crianza de niños) son las dos categorías más importantes que el capital prefiere ignorar. 200 años de luchas políticas en el mundo capitalista avanzado han forzado a las corporaciones a internalizar algunos de esos costos ya sea mediante la regulación y los impuestos, o bien por la organización de sistemas públicos y privados de bienestar.

Los 1970 tempranos marcaron en el mundo capitalista avanzado un punto alto para la regulación ambiental (por ejemplo, en los EE.UU. se estableció la Agencia de Protección Ambiental y la Administración de Protección e Higiene Ocupacional) y los esquemas de bienestar corporativos o estatales (por ejemplo, las estructuras del Estado del Bienestar en Europa).

A partir de los 1970s, ha existido un esfuerzo concertado por parte de los negocios de soltar las carga financieras y políticas debidas a esos costos. El Reaganismo era justamente eso. Simultáneamente, la alta movilidad del capital (estimulada por la desregulación de los flujos financieros y de capital) permitió que éste se trasladara a las partes del mundo (especialmente, Asia) donde tales costos nunca han sido internalizados y el entorno regulatorio ha sido siempre minimalista.

Mientras tanto, los medios preferidos para buscar soluciones a los problemas clave de la degradación ambiental y la pobreza global –los mercados liberalizados, el libro comercio y la rapidez en crecimiento y acumulación de capital favorecida por el FMI, el Banco Mundial y los líderes políticos en los países más poderosos- son justamente los primeros en producir tales problemas. El problema de la pobreza global no puede ser atacado sin atacar la acumulación global de bienestar. Las cuestiones ambientales no se pueden resolver por un giro hacia el capitalismo verde sin confrontar los intereses corporativos y los estilos de vida que perpetúan el status quo.

Si el capital resulta forzado a internalizar todos estos costos, entonces quedará fuera del juego. Es una verdad simple. Pero ello define un camino conveniente hacia una alternativa al capital. Lo que debemos demandar el Primero de Mayo es que el capital pague sus deudas y compromisos sociales y ambientales, completamente. La clase obrera organizada puede encaminarnos. Pero ella necesita aliados entre los trabajadores precarios y los movimientos sociales. Nos puede sorprender que, unidos, podamos después de todo hacer nuestra propia historia.

David Harvey es Distinguished Professor en el Centro Graduado de la City University of New York. Su libro más reciente The Enigma of Capital: And the Crises of Capitalism (El enigma del capital y las crisis del capitalismo) fue publicado por Profile Press.
Tomado de The Independent (Gran Bretaña), Viernes 29 de abril, 2011.

0 thoughts on “Un día lindo para una revolución: ¿Por qué el Primero de Mayo deberíamos levantarnos para cambiar el sistema?