Por Marcelo “Liberato” Salinas
Cuando en marzo de 2010 fui al aeropuerto José Martí de La Habana a recibir a Nerio Casoni, no tenía la mas mínima referencia física de su persona, pero a la vez tenía una estereotipada certeza de que lo iba a reconocer: un veterano entrado en años con una barba copiosa y canosa a lo Bakunin, pequeño, regordete y de carácter ruidoso y alegre. Por suerte llevaba una hoja con su nombre indicando que era yo el que lo espera… nada que ver con la imagen que me había hecho.
“Buenas noches, ¿hacia dónde nos dirigimos?”, me dijo con una lenta frialdad, casi cortante, un hombre algo mayor, sí entrado en canas, pero nada de barba, ni pequeño o regordete y menos aún ruidoso y alegre. Nerio se me presentó como un circunspecto caballero que en nada se correspondía con la imagen que me había fabricado de mi anarquista italiano.
A la frialdad que percibí inicialmente, le fui sumando la lentitud de mi anfitrión, ciertas miradas escrutadoras que, con la complicidad superficial que va creando el degustar café y cigarro frente a una mesa tarde en la noche, se fueron suavizando por efecto de una conversación que se fue haciendo inesperadamente fluida y cálida. El ir contando, con la menor grandilocuencia, nuestras pequeñas historias y experiencias de cómo nos hicimos anarquistas un grupo de compañeros acá, fue abriendo la puerta para un fecundo diálogo, en el cual Nerio sacó a relucir su comprensión del anarquismo como un hecho de trabajo creativo en grupos de afinidad, para producir medios de vida autónomos y desligados de la toxicidad que generan los frutos de la trinidad funesta: industria, estado y capital; pero también mejores formas de organización horizontal, con densidad y pertinencias locales, más solidarias y que dieran lugar a nuevos emprendimientos, algo así como lo que cada vez se viene llamando con más precisión un “anarquismo social”.