Por Rogelio M. Díaz Moreno
El otro día me referí al error de perseguir la unidad entre las posibles fuerzas progresistas mediante el uso de métodos estalinistas. Con esto no quise decir que la unidad no sea un recurso de un valor excepcional, o que no constituya un poderoso paradigma al que se debe aspirar. Si bien es cierto que sacrificar la democracia y las libertades, en la aspiración de alcanzar una solidez monolítica, es un soberano disparate, esto no hace sino destacar la importancia y necesidad de emprender otro camino que conduzca a la verdadera integración de los elementos revolucionarios, solo que este otro camino es mucho más difícil.
Si para muestra basta un botón, me voy a quedar con el ejemplo único de la Alemania de los años 1920 y 1930, cuando la desunión entre socialistas y comunistas permitió el ascenso al poder de las hordas nazis, con las trágicas consecuencias que ello trajo para casi todo el mundo. La lógica coordinación de esfuerzos entre los dos partidos proletarios se vio bloqueada por el estalinismo, tendencia mortalmente totalitaria y dominante entre las filas de los comunistas de aquella época.
En los párrafos que escribo a la carrera a lo mejor falta un análisis filosófico o antropológico más profundo, y me disculparán los que no encuentren profundidades eruditas. Tal vez apenas llegue a la posibilidad de notar que si A es mayor que B, y B mayor que C, A debe ser mayor que C, pero guardo cierta esperanza de que eso ya constituya un bloquecito para apuntalar consideraciones de otras personas, estimular un poco el pensamiento, empezando por el mío propio, y además las críticas me ayudan mucho a contemplarme desde otros puntos de vista.
Entonces, la unidad la veo como uno de los medios que permiten alcanzar fines. Obviamente no puede ser un fin en sí, no al nivel de bienestar material o espiritual, o de calidad de vida, o de medio ambiente, o de justicia social, que para un humilde servidor deberían ser los propósitos últimos de las sociedades no establecidas para la satisfacción del egoísmo de sectores particulares. Es un medio complicado, eso lo sabemos, importante y poderoso; toda un arma de dos filos.
Con la confusión lógica de ver el meollo muy de cerca, y con todas las interpretaciones interesadas de la historia que presentan los bandos en conflicto, me pareció que a partir de la década de 1970, en nombre de la unidad, se cometieron en Cuba graves errores que constriñeron mucho el desarrollo de las personas, del pensamiento y del país en general. Sin que la década anterior, marcada por conflictos mucho más calientes de la lucha de clases, hubiera estado exenta de problemas, se podría destacar que hubo polémicas entre intelectuales revolucionarios; que hubo revista Pensamiento Crítico; que del discurso de Fidel Castro Palabras a los intelectuales se deducían unos espacios de libertad mucho mayores que los que tiempos más tarde se establecerían (incluso un guiño explícito al sueño anarquista de extinción del Estado); que en otra intervención casi tan famosa como aquella, el mismo orador increpó a los que pretendieron escamotear el contenido religioso del ideario del líder estudiantil José Antonio Echeverría, entre otros momentos cuyo significado, lamentablemente, no perduró más.
En todo caso, me interesaría superlativamente conocer sobre las dificultades y posibilidades de que una unidad de personas libres estuviera a favor de los movimientos progresistas y no de la derecha conservadora, como más de una vez pareciera estar.
Se cae de la mata que para que la unidad esté a favor de estas fuerzas, hay que ejercitar la humildad, como invita persuasivamente Paulo Freyre. Nadie debe creerse poseedor de la verdad absoluta sino, cuando más, alguien que puede aportar un poquito de buena voluntad a un empeño común. Debe reconocerse en los demás la capacidad de enriquecer ese proyecto común con sus ideas, sus fuerzas, sus contradicciones, en igualdad de derechos y deberes.
Ya tengo una pista de por qué es tan difícil.
Obviamente, deben conocerse a fondo las características, ventajas y desventajas de la posición particular con la que más afinidad se alcance, si más profundamente ecológica, o si más libertaria, o si con pautas espirituales, o marxistas, o las que fueren. Si se conoce un poquito de las demás posturas, o no se conoce nada en absoluto, no se debe rellenar los espacios vacíos con prejuicios ajenos u opiniones preconcebidas con ligereza: es mucho mejor aplicar la sabiduría de escuchar a sus propulsores sobre algo de lo que ellos deben saber más.
Al final, se supone que cada matiz ideológico dentro de la corriente izquierdista, debe compartir fines últimos semejantes para este servidor, la construcción solidaria del bienestar colectivo. Por lo tanto, cada tendencia debe ser capaz de demostrar que su iniciativa, por cualquier camino que se pretenda, acerca más de lo que aleja ese fin. Así que, si esta capacidad se cumple, cada una de las tendencias autónomas debe estar feliz de cooperar con las demás en adelantar por esos caminos. Un día la corriente marxista puede tener una sugerencia más afín con la situación particular de ese momento y lugar; otro día pueden ser los libertarios; probablemente se evidencie con frecuencia la necesidad de atacar lacras discriminatorios de la sociedad en construcción; en otro momento puede que todo el mundo tenga que pararse frente a preocupaciones de carácter ecológico y no dar otro paso hasta que no se resuelvan ciertos problemas, y así sucesivamente. Nadie se debería irritar por ello, ya que nadie posee la verdad absoluta, y se ejercitará la capacidad de encontrar el valor de lo que cada colega pueda aportar.
Los grupos que no sean capaces de practicar esta dialéctica no estarán demostrando sabiduría. Con ellos no se podrá construir una unidad legítima, sino apenas un régimen de ordeno y mando, que ineluctablemente degenera en un totalitarismo que confunde fin y medios, y termina legitimando la nueva aristocracia de los que saben cómo dirigir mejor a las masas.
Obviamente, cada corriente debe tener plena libertad para defender su criterio y exponer, respetuosamente, qué ventajas le ve por sobre las otras posturas. Y para investigar, en la historia y la sociedad, el efecto de cada causa. Así progresa la ciencia y sirve de mejor fundamento al arte de la ciudadanía. Cuando el nivel de sabiduría crezca un poquito más, sabrán integrar los mejores elementos de cada grupo dentro de sus propias proyecciones, y reconocer la ganancia neta que con ello se conseguirá. Igualmente obvio es que, en última instancia, algún agente tendrá que jugar el papel de árbitro para decidir, entre las distintas corrientes o ideas lanzadas al ruedo, cuál deberá prevalecer por el momento. Si algún filósofo no ha pensado todavía que este papel de árbitro solo pueden hacerlo, a través del ejercicio democrático, las personas informadas de un pueblo consciente, entonces le conmino a que siga pensando.