La necedad neoliberal

Por Armando Chaguaceda

En política los extremos suelen conducir al cierre de la razón y, en ocasiones, de la sensibilidad humana. Hace unas horas leí un texto de Mario Vargas Llosa, en el cual el laureado escritor hacía una suerte de elogioso obituario a la recién fallecida Dama de Hiero, Margaret Tatcher. Mientras lo hojeaba, vi como la mudez de Vargas Llosa ante los costos y víctimas de las políticas tatcheristas llegaba a alturas siderales. Recordándome que si un socialista degradado puede derivar al estalinismo, desde un liberalismo a ultranza es fácil pasar a posiciones neoconservadoras, difícilmente compaginables con la democracia y la justicia.

Ciertamente, me ha provocado un profundo rechazo leer esta crónica de alguien tan inteligente e informado; de un intelectual al que, aún sin comulgar con la totalidad de sus ideas, suelo disfrutar como escritor y al cual he aprendido a admirar por sus posturas consecuentes como hombre público, por su frontal enfrentamiento al clan Fujimori y sus acertadas críticas al dogmatismo de izquierda. Pero cuando el escritor señala que “… Cuando la Dama subió al poder Gran Bretaña se hundía en la mediocridad y en la decadencia, deriva natural del estatismo, el intervencionismo y la socialización de la vida económica y política, aunque, eso sí, guardando siempre las formas y respetando las instituciones y la libertad (…) Ella puso en marcha un programa de reformas radicales que sacudió de pies a cabeza a ese país adormecido por un socialismo anticuado y letárgico que había desmovilizado y casi castrado a la cuna de la democracia y de la Revolución Industrial, la fuente más fecunda de la modernidad” creo asume una postura acrítica y cómplice con la figura y legado de la fallecida política británica.

Estremece que el Premio Nobel no haya contemplado, en su conmovedor relato, a los millares de familias y pueblos arrojados a la pobreza por las políticas neoliberales de la premier, o a las decenas de activistas sociales y líderes sindicales que sufrieron todo el rigor represivo de su gobierno. Tampoco a las aventuras de política exterior que apoyó la inquilina de Downing Street, como el estrecho apoyo a la dictaduras de Pinochet en Chile –mencionada escuetamente en la crónica- y el Apartheid en Sudáfrica. Sólo espero que ese Estado de Bienestar que, en horripilante cuadro de decadencia, nos pinta el creador peruano, sea merecedor de algún pedazo de sus afectos, aunque sólo sea por el hecho de haber constituido el piso de equidad y desarrollo humano de cientos de millones de europeos en la postguerra.

Por suerte, en el Viejo Continente, existen aún ciudadanos e intelectuales que –a despecho del novelista hispano, de la burocracia de Bruselas y de los banqueros de Dusseldorf- pueden ofrecer otra lectura del legado neoconservador y proponer formas viables de defender y hacer avanzar al asediado Estado de Bienestar. Por estos días he tenido también la posibilidad de conocer dos textos [1] donde se clarifican y debaten algunas de las tensiones que afectan a la políticas progresista; las mismas que constituyeron el blanco predilecto de la euforia privatizadora de la Dama de Hierro. En uno estos trabajos, Peter Taylor destaca cómo la izquierda debe responder de manera competente a los desafíos de la crisis económica, abordando los temas de cara a la opinión pública y desarrollando políticas generosas e incluyentes, a pesar de las restricciones existentes. Y reconoce que si las desigualdades han aumentado en las tres últimas décadas, la perspectiva puede ser la de incrementarse aun más, revirtiéndose la tendencia redistributiva y justiciera de la posguerra, para deleite de los neoliberales.

El autor destaca un conjunto de políticas públicas progresistas, que operan a macronivel y micronivel, susceptibles de mejorar la vida de las sociedades, los grupos y los individuos. En el macronivel los temas principales tienen que ver con la reducción de los cortes, el estimulo a la demanda y el gasto de infraestructura, medidas que suponen el accionar decisivo del Estado: proyectos ecológicos en áreas como la generación de energía, transporte público y vivienda, el apoyo a la economía social, nuevas regulaciones bancarias y financieras internacionales así como sistemas tributarios progresivos. En el micronivel las iniciativas abarcan el gasto público enfocado como inversión social; la construcción de solidaridad y la promoción de una lógica de la predistribución -que aborda las desigualdades en su origen, a través de intervenciones del Estado en la operación de los sistemas de mercado para reducir la desigualdad de ingresos- por sobre la redistribución -basada en el empleo de la recaudación fiscal para proporcionar bienestar a los desfavorecidos- que ha sido emblemática en los Estados de Bienestar.

Por su parte Josep Ramoneda nos previene de la preocupante impotencia de la política democrática para poner límites a unos poderes económicos descontrolados, mismos que convierten las quiebras en negocios para sus propietarios y directivos. Nos habla de una hegemonía conservadora, donde las instituciones democráticas están secuestradas por las élites y el papel de los ciudadanos se reduce al voto periódico. En ese esquema, la soberanía recae, cada vez más, en poderes externos al sistema político (bancos, burocracias supranacionales) y la sociedad se disuelve en un individualismo posesivo, del tipo proféticamente señalado por McPherson décadas atrás. El pensador español nos advierte también de la necesidad de que la izquierda, a la vez que revisa y defiende su legado socialista, recupere lo bueno de la tradición liberal del secuestro conservador a que la derecha la tiene sometida.

Las reflexiones apuntadas en estas obras nos proveen, a despecho de las loas de Vargas Llosa al tatcherismo, de nuevas herramientas para confrontar la necedad de un pensamiento neoliberal negado –como alguna vez lo estuvo el estalinismo- a revisar y asumir sus errores y fracasos. Nos posiciona contra la lógica de un realismo político que, desconfiando de la naturaleza humana, apela a que de la sumatoria de las iniciativas individuales (e individualistas) se producirá un equilibrio mágico, un consenso social y político. O sea, contra quienes nos venden el mito que el egoísmo parirá equidad, que la competencia desenfrenada generará solidaridad, y la búsqueda de ganancias impulsará el desarrollo social. Y contrabandean la (falsa) idea de que el mercado es eficaz y eficiente para proveer bienes y servicios, incluidos aquellos que, por su naturaleza, deben sustraerse a la lógica subyacente a la ley del valor.

Estos autores nos previenen contra la cíclica y cínica rotación de “profesionales de la política” –del sector público al privado y viceversa–, circulación que les garantiza a no pocos bandidos una alta probabilidad de sobrevivencia y lucro personales. Nos alerta contra la insuficiente exposición pública y castigo penal a los políticos venales, que permite a las elites dominantes “reciclar”, de tiempo en tiempo, a sus representantes más impresentables, desgastados en el juego político.

Estas obras, en suma, constituyen un canto de protesta contra los males de nuestros tiempos y gobiernos. Contra la desresponsabilización de un Estado respecto a sus obligaciones con la ciudadanía, ciudadanía cuya participación es interpretada como mero insumo para mejorar la eficacia de la gestión pública –cada vez más tacaña y precaria- timoneada por “gerentes políticos eficaces, donde las demandas de la gente deben adaptarse a los declinantes recursos estatales. Contra los parlamentos controlados por poderes mediáticos o empresariales y los partidos autorreferentes que representan grupos de poder alejados de ideologías y militancias, Contra la corrupción de las democracias realmente existentes, donde las asimetrías de recursos entre las élites y los ciudadanos se saldan con particular saña sobre las mayorías trabajadoras o desempleadas. Contra la peligrosa confusión de república y bazar, acción política y campaña de mercadeo, que tanto amenaza los futuros del posliberalismo.

Nota:
[1] Me refiero a Peter Taylor-Gooby, El trilema de la izquierda. Políticas públicas progresistas en tiempos de austeridad, Policy Network, London, 2012 y Josep Ramoneda, La izquierda necesaria. Contra el autoritarismo posdemocrático, RBA Libros, Barcelona, 2012.

Del Estado de Bienestar al estado de no estar bien con el Estado. Por una reinvención solidaria y participativa del Estado

Por Jorge Luis Alemán

Más que una vanguardia que elabore el proyecto “modelo”,
más que nuevas formas de poder central y concentrado
necesitamos prácticas diferenciadas, flexibles, movimentistas,
simultáneamente locales y globales.
G
öran Therborn (1)

La conformación del Estado moderno está íntimamente ligada al surgimiento del pensamiento liberal y a la filosofía política moderna, de los cuales deriva una racionalidad instrumental centrada en el mercado capitalista, que contrapuesto al Estado monárquico, es entendida como superior a la actividad política de este. A partir de esta configuración de la realidad sociopolítica, el liberalismo, en su cuestionamiento a la autoridad despótica y supuestamente divina de la monarquía, pretendió restringir los poderes del Estado y definir una esfera privada especial, independiente de la acción de este: la sociedad civil burguesa (bürgerliche Gesellschaft).(2)

La misma tiene la necesidad de un Estado “mínimo”, capaz de asegurar las reglas del juego que garanticen el libre desenvolvimiento de la iniciativa de los individuos, por tal motivo, hará de éste y sus instituciones políticas, un mero artefacto al servicio de los intereses individuales. La ideología liberal se erige sobre una lógica antiestatista —que combina con un Estado Guardián— al servicio del mercado capitalista, a partir de la cual instituye una democracia autoritaria por y para la burguesía. En tal sentido, la sociedad civil, en el período comprendido entre los siglos XVII y XIX, es nítidamente clasista, ya que solo representa a dicha clase.

El desarrollo de la sociedad civil, durante la segunda mitad del siglo XIX, posibilitará que adentrado el siglo XX, no tenga sentido identificarla con la sociedad burguesa, ya que esta “deja de ser el ámbito de una sola clase, toda vez que ahora aparecen otras clases organizadas. En su seno brota un conflicto, que es ante todo un conflicto de clases.” (3) Al ser considerado este conflicto como legítimo, el Estado comienza a desarrollar nuevas funciones que facilitan un consenso que —lejos de eliminarlo— lo atenúa e institucionaliza.

En todo caso, estas nuevas funciones, encaminadas a asegurar un nivel de vida digno a todos los ciudadanos para lograr una aparente estabilidad social, se manifiestan como un efecto legitimador del sistema capitalista que se había mostrado incapaz en ese sentido, y al mismo tiempo, trata de paliar el efecto negativo que comportaba la alternativa socialista, en cuanto a su capacidad para viabilizar el pleno empleo, reducir la desigualdad social y posibilitar la cobertura de las necesidades básicas de la población. (4)

Estas nuevas funciones también facilitan el fomento y desarrollo de la sociedad civil, que en su relación con el Estado, forman la base del consenso democrático de las sociedades europeas —sobre todo, después dela II GuerraMundial— a partir del cual, se va a instituir el Estado de Bienestar como forma de organización socio-estatal superior al régimen anterior. (5) Continue reading