Por Haroldo Dilla Alfonso
Mi anterior artículo sobre un excelente libro de Jan Nijman tuvo la virtud de atraer la atención de numerosos lectores, algunos de los cuales opinaron sobre Miami. No faltaron los que lo hicieron con el corazón en la mano, porque Miami es sin lugar a dudas un tema de gran emotividad para los cubanos: unos porque la aman, otros porque la odian y también quienes simplemente le temen.
Debo confesar que Miami no es el tipo de ciudad que me atrae, posiblemente porque estoy en la última categoría. Como cubano, y por haber estado en ella muchas veces, no me hubiera sido difícil colocar allí mi laptop. Hubiera sido una oportunidad para vivir una intensidad que uno siempre sospecha de esa ciudad y tener más cerca a amigos y familiares. Pero su formato espacial y la polarización política que la recorre en cuanto al tema cubano siempre me sugieren guardar distancia, desde los ya lejanos tiempos en que la inolvidable María Cristina organizaba unas tertulias concurridas y explosivas en su casa de Coral Gable.
Digo esto para prevenir al lector de que no soy un analista imparcial, aunque reconozco que es probable que mi reticencia a Miami haya sido un error que pague más adelante, teniendo en cuenta que vivo en una ciudad que no es exactamente una meca cultural. Pero creo que el tema de Miami —como el de La Habana— merece una reflexión pausada y fría.
Miami es una ciudad de una dinámica económica sin comparación en la propia Unión Americana. Por ello es la ciudad que tiene una dinámica demográfica más intensa, a diferencia de La Habana que está muriendo demográficamente por desangramiento. Entre 1995 y 2000 la mancha metropolitana de Miami recibió 338 mil migrantes domésticos, y expelió hacia otros lugares de la Unión a 423 mil habitantes. El déficit migratorio se cubrió con la recepción de 230 mil personas de otros países, principalmente América Latina. Continue reading