Por Norge Espinosa Mendoza
A 75 años de su asesinato, permanece viva la pasión que sus obras aún despiertan. Ha transcurrido el silencio vil que cubrió o quiso borrar su nombres tras el acto infame que le arrebató la vida, y también han ido sucediéndose, por oleadas, las relecturas que sus escritos merecen. Del Lorca habitual en las academias y escuelas (el del Romancero Gitano, despreciado por Lorca y Dalí; y el de La casa de Bernarda Alba, La zapatera prodigiosa y Bodas de sangre), hemos ido llegando al retrato más profundo que él imaginó para su nombre, en escritos como Poeta en Nueva York y piezas como El público, Comedia sin título, o Así que pasen cinco años, frente a las cuales titubean no pocos directores, dada la temperatura experimental de sus concepciones, y los retos que, como reflejo de su conflicto interior, asatean a esos personajes. Hombres, Caballos, Figuras de Pámpano y Cascabel, Trajes de Novias, Fantasmas. Atravesar el biombo puede revelar lo que hemos cuidadosamente ocultado tras muy sofisticadas máscaras. Los asesinos no habían leído esas piezas de Federico García Lorca. Se hubieran espantado aún más ante lo que él proponía en tales proyectos. Tal vez le habrían disparado con más saña de la que le infligieron de haberle oído leer algunos parlamentos y estrofas de esas últimas entregas.
Ian Gibson, a quien los devotos de Lorca debemos tanto, ha regresado a su rostro y a su biografía para emplazarlo ya de modo definitivo en su carácter de mártir. Al firmar Caballo azul de mi locura, Lorca y el mundo gay, publicado en el 2009, subraya lo que su ampliación de las indagaciones a las que ha dedicado gran parte de su vida ya manifestaban. En Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca, editado en el marco del centenario del poeta, daba más detalles sobre la homosexualidad del granadino, y la lucha que sostuvo consigo mismo hasta esbozar un camino de expresión liberada en sus textos finales y menos conocidos. Agradeciendo la salida a la luz que en 1994 propició la Editorial Cátedra al dejar llegar a los lectores mucha de la juvenilia inédita de Lorca (los poemas, prosas, esbozos teatrales de su adolescencia que permanecían en los archivos familiares), encuentra ahí datos que explican las dudas, traumas y seguridades del gran autor futuro. Una novia imposible en la infancia, una relación no menos imposible con Eduardo Rodríguez Valdivieso, un joven de su Granada, y anécdotas de sus conquistas rápidas con muchachos de origen humilde en la misma localidad, Madrid, Buenos Aires o La Habana, son reveladas en este volumen, que también dilata lo que en Lorca-Dalí: el amor que no pudo ser, dejó que supiéramos. El tomo, impreso por Planeta, a pesar de sus más de 400 páginas, no deja de señalar que muchos datos permanecen silenciados por confidentes y amigos de Lorca, o sus parientes. Ya fallecidos la mayoría de ellos, parece que algunos secretos no se revelarán nunca, o siguen al cuidado de quienes, en algunos casos, han anunciado la destrucción de cartas y documentos que resultarían esenciales. A su manera, Federico se mantiene a contraluz, dejándonos entrever solo una parte de su biografía, escapándose un poco incluso de la mano veraz y comprometida de un investigador tan acucioso como Gibson.
En Cuba, donde Lorca es aún parte de una pasión inacallable, esos tomos no se han publicado y es una lástima. En 1998 se editó finalmente, entre nosotros, El público, la obra de ruptura que el autor de Poema del cante jondo comenzó a escribir en el Hotel La Unión de nuestra capital. A pesar de lo sabido, pruebas hay de que algunos preferirían que Lorca no fuese analizado mediante los textos en los que dejó clara su voluntad sexual, como una metáfora de libertad que llegó a costarle la vida. Hoy, es el autor de Yerma y Doña Rosita la soltera (esa pieza tan chejoviana, andaluza y sutil como pocas). Pero sería ingrato y torpe no entenderlo como el rostro de los Sonetos del amor oscuro, o el atormentado espíritu de la “Oda a Walt Whitman”, y esos fragmentos de cartas y memorias que sobreviven, y que pueden incluso salir a la luz en el momento menos esperado, para revelarnos nuevos detalles de su relación con Rafael Rodríguez Rapún, Cernuda y otros que de maneras diversas pero unidas por el mismo halo de encanto, supieron amarle. Si reducir a Lorca a mártir de los homosexuales sería constreñir su talento y grandeza a una sola esquina del asunto, honrarle como alguien que no dejase ver en ese conflicto parte de su espiritualidad sería, a estas alturas, pecar de ignorantes. Borges, que no simpatizó con él, dejaba creer que su asesinato era la base de su fama post morten. La pervivencia de sus mejores textos teatrales, la polémica que desatan las representaciones de sus obras más complejas (recuérdense las versiones de El público, que alzó aquí Carlos Díaz), desmienten esa afirmación del gran narrador argentino. Su talento, sin embargo, no ha podido librarlo de homenajes fútiles, de reapropiaciones de su legado que se regodean en su lado más externo, y cuántos espectáculos de recortería no hemos visto, que toman fragmentos de aquí y de allá para rendir un tributo servil a lo que debiera ser palabra viva. Eso, cuando no se limita su recuerdo a ocasión formal, con lecturas sordas y simplemente descriptivas, en tono hagiográfico, de lo que fue su existencia; o se persiste en ese Lorca escolar, imagen ya tardía, poco cercana a la que han ido sumando las investigaciones y datos más recientes. Lorca es uno de los pocos autores de la lengua que exige una revisión constante más allá de sus poses y sus lugares comunes. En eso, también, ha de haber parte de su mejor herencia. A ese Lorca quise evocar con Teatro de las Estaciones en un espectáculo como Federico de noche, en el cual un poeta niño se mira en el futuro de sus propias páginas, prefiriendo el reto a invocarlo mediante esas estrategias de pura forma o sastrería teatral tan redundante que casi siempre nos acosa.
Cuando, hace poco, se procedió a la apertura de las fosas comunes en las afueras de Granada para intentar localizar los restos del poeta, hubo también polémica. Sacar al aire ciertos fantasmas y cadáveres hace que las culpas más o menos calladas se remuevan, y pueda tornarse grito lo que para muchos quiso ser ya lápida de silencio. Lo más sorprendente es que, a pesar de lo tenido por cierto durante años, los restos de Lorca no aparecieron donde se esperaba. No se dejó ver, reducido a polvo, huesos o cenizas, lo que quedaría a la luz del poeta que supo sonreír y hacer feliz a tantos en lugares tan diversos. Desde ese contraluz, Lorca pervive. Y sobrepasando la avalancha de gitanos, caballos, lunas, cuchillos y tantos símbolos que algunos solo repiten mecánicamente, guarda un poco de su verdad, y un poco de su enigma, para que volvamos a él no solo en las fechas que recuerdan su nacimiento o su asesinato, sino en cada uno de esos momentos en los cuales vivir se nos descubra como una mezcla persistente de sacrificio y belleza.
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