Por Rogelio M. Díaz Moreno
Hace algún tiempo, cuando empezó todo este asunto de las transformaciones económicas, se decía con cierto grado de plausibilidad que no era necesario, ni conveniente, subvencionar todos los productos alimenticios de la cartilla de racionamiento (libreta) a todas las personas. Que era más práctico subvencionar solo a aquellas personas que no tuvieran la capacidad de solventar sus necesidades mediante su trabajo. La teoría podía resultar, como dijimos, plausible, pero en la práctica yo diría que han aparecido los huecos que los pesimistas hubieran podido prever.
En la práctica, habría que haber definido primero cuáles eran los grupos vulnerables. Por ejemplo, los jubilados, los impedidos físicos y todos aquellos cuyo salario no resultara suficiente para adquirir la canasta básica, sobre todo si tienen familiares a su cargo, hijos, padres ancianos, u otros. Habría que ver si no se está hablando de la mayoría de la población, pero el que quería quitar la libreta YA no era yo, y alguien bien importante reconoció en discurso publicado en los medios nacionales, que el salario promedio no alcanzaba para las necesidades básicas –ni con la libreta completa.
Y de contra que la libreta del año 2009 no tenía mucho que ver con la de 20 significativos años atrás, ya le entraron a cuchillazos sin esperar la sanción autorizadora del sexto congreso del Partido, ni que el pueblo termine de opinar sobre el proyecto de Lineamientos. Fíjese que se liquidó la repartición subvencionada de la papa, de algunos granos, café, productos de higiene, entre otros. Y da la impresión de que lo próximo que perderemos será el azúcar, a raíz del anuncio del inicio de su venta liberada. Sin embargo, nadie ha definido todavía lo de los grupos de riesgo; nadie ha orientado, por tirar ejemplos rápidos, conservar el café para los jubilados; la papa, para los discapacitados; los artículos de higiene, para los que tienen niños pequeños –sin entrar a analizar el dramático caso de que retiren en algún futuro la leche de la cuota de estos pequeños–, y así sucesivamente. Con eso de la necesidad de promover la productividad a toda costa, nadie se acuerda de la promesa de “subvencionar personas, no productos”. Aunque, díganme qué productividad se aumenta machacando a los viejitos de menguante chequera, o retirándole cualquier cuota a la persona ¡a la que se le acaba de despedir de su centro de trabajo por reordenamiento laboral!
En fin, que hace falta que ciertos salvavidas no se ponchen por completo.