Por Rogelio Manuel Díaz Moreno
Este viernes 28 de octubre, una gran cantidad de personas dieron rienda suelta a su alegría, ya fuese desde las instalaciones deportivas de Guadalajara en México, ya fuese desde los asientos de casas y oficinas en Cuba, pues nuestro país por fin alcanzó y superó a Brasil en el segundo lugar del medallero de los corrientes juegos deportivos Panamericanos. Qué alegría, eh, aunque cada vez nos cuesta más trabajo convertirnos en el primer país del continente detrás de los Estados Unidos, y aunque el béisbol, deporte nacional, haya perdido la acostumbrada medalla dorada. Tengo que confesar, sin embargo, que yo no logro alegrarme 100%.
A mí no se me ocurren razones para que un país de modestísima economía como el nuestro, compita con la potencia emergente de Brasil en este tipo de resultados. Es decir, sí se me ocurren, pero no harían quedar bien a los directivos que priorizan altas sumas para una actividad no productiva en nuestras condiciones como el deporte y que para colmo, en muchas modalidades, funciona bajo esquemas de laboratorio, o sea, sin una masividad real en su práctica. Esos funcionarios priorizan las victorias deportivas internacionales con un afán que, cuando traspasa ciertos límites de la alegría y el deseo de sana emulación, no tienen otro sentido que no sea el de propaganda, llegando a establecer comparaciones entre nuestros atletas y los héroes de la patria que tocan el fondo del ridículo cuando esos atletas se van del país o demuestran de cualquier otra forma que son seres humanos como los demás, con virtudes y defectos.
Soy de los que miran con irritación las áreas deportivas deterioradas, que funcionan solo parcialmente y hasta cerradas del todo. Sé que hay pocos recursos económicos, que el bloqueo de los Estados Unidos y todo eso, pero luego veo una delegación de nuestro país de 500 atletas y 200 integrantes de otro tipo en la villa tapatía, y me entra picazón. Me sublevo cuando me cuentan que, a esas áreas deportivas de acá que todavía funcionan, han dejado de asistir muchos pequeñines, porque sus padres no les pueden adquirir los guantes, las zapatillas, entre otros implementos que el Estado proporcionaba gratuitamente hace algunos años, pero que ahora solo están al alcance de las familias con suficientes ingresos como para adquirirlos a altos precios en pesos o en papelitos de colores. Las diferencias sociales que ya nos parecen naturales con la prolongación indefinida del período especial (si se eterniza, ¿es necesario seguir llamándole especial?) abarcan también las instalaciones atléticas, y unos fiñes llegarán altus, sitius, fortius, que otros, pero por los recursos económicos de la familia y no por sus condiciones naturales y con el esfuerzo correspondiente.
Mi padre me diría, que es utópico o insostenible que el Estado mantenga toda esa subvención de las actividades deportivas. Pero yo preferiría, entonces, que el presupuesto invertido en enviar un esgrimista a un torneo a ultramar, entrenado y equipado con todos sus sofisticados implementos, se dedicara a subvencionar esos guantes de boxeo o béisbol, esos bates, esas pelotas de baloncesto, todos esos accesorios baratos de deportes mucho más populares, mucho más humildes, mucho más proletarios. Me alegró oír, no lo niego, el canto de nuestro gallo fino frente al nadador brasileño campeón mundial, pero pongo en la balanza unas medallas contra los miles de compatriotas que ya no tienen la oportunidad de tomar un dinámico chapuzón en la olvidada piscina gigante de Alamar. Tal vez nuestro equipo de hockey haya lucido bien pero me pregunto si, por financiar la participación en ese evento, se abandonó el terrenito de pelota del Escambray donde ya no se va a descubrir al próximo Antonio Muñoz. Y si nos vamos a poner trágicos, entonces estoy seguro de que, si se le explica a uno de nuestros campeones del tae-kwon-do cómo, con el dinero que costó su sofisticado peto electrónico, se podía haber adquirido en Europa o Canadá un suero más potente contra el tumor de (vamos a no entrar en detalles), bueno, ese deportista se iba a quitar él mismo su medalla del cuello, muerto de vergüenza.