Por Marcelo “Liberato” Salinas
Erasmo Calzadilla y otros amigos del Observatorio Crítico durante la marcha del 1º de mayo del 2010, en la Plaza de la Revolución
1.
El doctor Enrique Ubieta ha asumido un atendible interés en polemizar con miembros de la Red Observatorio Crítico a partir de acusar de “anarco-capitalista” a uno de sus miembros, nuestro compañero Erasmo Calzadilla, activo ambientalista local en el Reparto Eléctrico y asiduo articulista en el sitio Havana Times. Esto puede ser una buena oportunidad para abrir un necesario debate de ideas que de otra forma no ocurriría.
La impresión que deja Ubieta en su texto es que descubrió un juego de palabras, una pirueta escritural, al acusar a Erasmo de “anarco capitalista”, perdiendo de vista que esta es una corriente de pensamiento, menos pública que otras, pero que forma parte orgánica de la frondosa familia intelectual del neoliberalismo. Pero esto no es algo relevante para él, que en su cortedad de empeños, ni siquiera pudo regalarnos un solo argumento que fundamentara la ubicación del pensamiento de Erasmo en las coordenadas de esa corriente de pensamiento, sus autores, sus tesis y sus conceptos. Eso para él no hacía falta.
Todo parece indicar que el objetivo central de Ubieta ha sido menos que polemizar analíticamente, sencillamente establecer asociaciones superficiales torcidas y corrosivas, tales como que Erasmo está vinculado al reaccionario Grupo PRISA, por usar en común a ellos el manoseado término de “régimen” cubano, todo para echarle tierra encima a una persona que forma parte de un pequeño colectivo, casi todos nacidos y todos socializadas en el marco del orden estatal post revolucionario cubano y que consideran que la única manera de desarrollar los contenidos liberadores y populares que un día dieron vida a este gobierno, es asumiendo la revolución como acción directa, cotidiana, autónoma y liberadora, sin pedir permiso a los que se han apropiado de ella y de ella viven, viajan, vacacionan, mantienen estilos de consumo… y ahora pretenden hacerla una empresa eficiente.
Esos son los que conforman la gran familia de lo que Ubieta festinadamente llama el “contrapoder” en Cuba, un eufemismo con tufo progre que denomina a un gran entramado de individuos cooptados por la gerencia central, algunos provenientes de las capas más humildes de Cuba, que un día fueron llamados a ser cuadros profesionales y a convertirse en incondicionales a temporada de “la Revolución” hasta que la máquina devoradora de cuadros los defenestra deshonrosamente de la morada, después de comprobarse que tomaron algunos cientos de miles de dólares y algunos viáticos de descanso, como los que se dieron los imponderables Roberto Robaina- Carlos Lage-Otto Rivero- Felipe Pérez Roque- Yadira García-Juan Carlos Robinson… por sólo citar a la última camada de echados de esta serie.
2.
Para aquellos que quieran acusar a Ubieta de asalariado del aparato ideológico del sistema, creo que pueden hacerlo, pero eso no agota el análisis de su caso y no es justo que respondamos con las mismas cartas. Es preciso comprender la lógica del otro, no para quedarnos en la estética de la tolerancia, sino para juzgarlo mejor. Ubieta además de director del oxigenante periódico La calle del medio es autor de un libro publicado en el álgido 1993, con el cual dio una de las primeras señales de la reorientación ideológica del discurso oficial en Cuba, luego de la evaporación histórica del marxismo-leninismo: Ensayos de Identidad, texto que como su nombre lo indica tuvo por centro lo que a partir de ese momento se le llamará “la identidad”, una instancia a través de la cual los agentes culturales del orden estatal cubano gestionaron el recambio de la fenecida “moral comunista”. Una operación que involucró la designación de un nuevo ministro de cultura, la reorganización de la enseñanza de la historia de Cuba y el entramado institucional de la cultura, con la recuperación de figuras como Fernando Ortiz (y su noción de la integración nacional a partir del mestizaje), Cintio Vitier (y su teleología post-origenista del devenir simbólico de la nación) o la adjudicación de un nuevo estatus a la figura de José Martí, con la creación de una instancia cuasi ministerial como la Oficina Nacional del Programa Martiano, con la decorosa figura de Armando Hart Dávalos en calidad de su presidente.
Miembro activo de la “última promoción de filósofos que comienzan a emerger con vigor”, según la contraportada de la edición de su libro de 1993, de la cual formaron parte Paul Ravelo Estrade, desaparecido en el torbellino de “parados” en España, Emilio Ichikawa Morín, devenido exitoso intelectual orgánico de la centro derecha cubana en Miami o Rubén Zardoya Loureda, defenestrado intelectual –también orgánico- del “partido único” cuando ejercía funciones de Rector de la Universidad de La Habana; así como el excelente filósofo Alexis Jardines, probablemente el integrante más original e interesante de la camada, capaz de profundas reflexiones, sistematizaciones y contestaciones, que, sin embargo, se tornaron en lamentable y trivial mediación para un nada original traslado a EE.UU. De ese grupo aún más amplio ha sido Ubieta uno de los más visibles promotores de la posterior avalancha de “la identidad cultural”, eso que la periodista Alina Perera Robbio, compañera de ideas de Ubieta, alguna vez denominó “el hilo invisible en el collar de perlas de la nacionalidad cubana”.
Han sido los intelectuales orgánicos de la nacionalidad (o los nacionalistas burgueses, como se decía antes de la nueva ola marxista gramsciana) los promotores más activos de ese “hilo invisible”, que no es otra cosa que una metáfora para nombrar la reconstrucción histórica de una identidad nacional que ha permitido sublimar y echar una eficaz cortina de humo sobre el caudillismo, el verticalismo, el desarrollismo y la lucha de clases y sus expresiones culturales que han atravesado a la sociedad cubana, como a cualquier otra sociedad asolada por la dictadura de la modernidad capitalista y sus variantes coloniales.
Esos empeños por la “búsqueda de la cubanidad”, expresión acuñada por el gran historiador Eduardo Torres Cuevas, referente intelectual insoslayable en esos laboreos, ha logrado ir vaciando de contenido popular, periférico y proletario a la historia del pensamiento sobre los destinos del país, así como poner la producción de “pensamiento trascendente” en manos exclusivas de los versados en la cultura libresca oficial, por lo que no es extraño que nada de la rica prensa obrera producida en Cuba sea pasto de interés de estos cultores de las olímpicas grandezas nacionales.
Así, en 1902 mientras los grandes intelectuales del estado nacional cubano rumiaban teorías para explicarse como Varona el “imperialismo a la luz de la sociología” y todavía no había arribado a las costas cubanas la iluminadora teoría marxista que explicara el rol de la dominación económica, ni había madurado Villena, ni Ramiro Guerra, adalides del pensamiento económico de la nación cubana, según los estudiosos oficiales del tema, un intrascendente “periodiquillo” anarquista como ¡Tierra!, (pero uno de los empeños periodísticos proletarios de más hondura intelectual, más sólidos y duraderos, a nivel de toda América, durante casi 20 años, sólo comparable a su homólogo argentino La Protesta) en un artículo del 5 de julio de 1902 señalaba:
“La revolución pasada […] obra fue del proletariado que arrastró con su ejemplo y por la fuerza de la clase media ilustrada (…) Hora es ya de terminar esa alianza inmovilizadora. Concluida la Revolución por la independencia con el grillete de la Enmienda Platt, remachado por los Asambleístas Constituyentes a nombre del pueblo, el obrero cubano debe ahora dedicar todas sus energías a la conquista de la emancipación económica, pues la revolución por la independencia no lo va redimir de esa esclavitud, al contrario la va a acentuar, por la misma razón que ha dado un vigoroso impulso a la concentración del capital”
Ese vaciamiento de contenidos populares de la historia que han estado haciendo los historiógrafos de la nación cubana ha ido creando las condiciones para que hoy no nos asombremos de un cartel gigante que este año ubicaron en el set de la plaza de la revolución el pasado 1 de mayo: “socialismo es soberanía nacional”, una definitiva declaración del achatamiento de la idea del socialismo en manos de los promotores de los Lineamientos y una demostración de la inquietante capacidad de reproducción universal de la lógica gubernamental que dio lugar hace casi un siglo a los nacional-socialismos europeos. Pero para los intelectuales orgánicos de la identidad nacional esto no es un peligro, sino una oportunidad, una coartada insuperable para salvar su función de rectores de la alta cultura nacional y receptores de las prebendas en status social que ello implica, pero también de algo más determinante: un recurso para conservar su incapacidad, conscientemente asumida, de no poder imaginar un orden social sin la existencia de una elite que destruya toda forma de gestión horizontal colectiva de la sociedad.
Casi veinte años después del inicio de aquel programa de fortalecimiento de la identidad nacional como política del Estado, sus frutos se han hecho cada vez más palpables: más que el amor a la patria, hecho popular, hondamente sentido y no necesitado de subsidios estatales para su existencia, se ha reforzado aún más el culto al Estado que nació a partir de la instrumentalización de las conquistas populares de la revolución de 1959, hecho que confirma la tesis del encuadernador anarcosindicalista alemán Rudolf Rocker, autor de la monumental obra, quemada por la maquinaria cultural nazi, Nacionalismo y cultura (1933), donde propone como idea central de su libro que la cultura nacional donde quiera que se organiza es el conjunto de los hábitos, normas y estilos de hacer de la sociedad, que reproducen la lógica del estado a su imagen y semejanza o que no afectan su existencia; hábitos, normas y estilos que son elevados a la categoría de reliquias y fuentes depositarias del orden jerárquico establecido.
De esta definición se pueden derivar las razones que pueden explicar el colosal equívoco que produjeron los socialismos del siglo XX, al confundir propiedad social con propiedad estatal, pues si la expresión más palpable del fermento de existencia de una sociedad es su cultura y esta es convertida en un engranaje del régimen de la gobernabilidad estatal nacional, la sociedad misma es propiedad del Estado y por medio de una inversión ya indolora, la sociedad deja de ser condición para la existencia del Estado y el Estado se convierte en condición de existencia de la sociedad…
Es que el nacionalismo, sea de los grandes o las pequeñas naciones no ha ido más allá de reproducir a distintas escalas los procederes de los grandes Estados opresores que los movimientos de liberación nacional decían combatir, como lo han demostrado en su libro Anarquismo en África Mbá e Igariwey, en el caso de los socialismo africanos, en general los llamados estudios subalternos y como ya lo venían denunciando desde un siglo anarquistas como Enrique Roig San Martin en La Habana frente a las elites empresariales separatistas, Arrigo Malatesta en la Italia arrebatada por los nacionalistas mazzinnianos o los marinos revolucionarios de Kronstadt, cuando sufrieron la arremetida armada del Ejército Rojo en marzo de 1921.
Proyecto Salvadera. Yoel, Mario, Isbel, Yudith, Erasmo, y niños y niñas del Reparto Eléctrico, durante una siembra de árboles en una escuela primaria de la comunidad.
3.
A Erasmo Calzadilla y a muchísimas otras personas acá les da risa que existan “ideólogos de la subversión” no porque no sepan que los haya y que estén además bien pagados, sino porque lo que ha quedado demostrado es que esos ideólogos de la subversión no son tan efectivos en su labor como los
ideólogos de la disolución de la revolución desde adentro y un ejemplo sencillo, claro y a mano de esto último es la ya célebre oración : “…revolución es cambiar todo lo que debe ser cambiado…” ¿Quién es el sujeto de esta oración? ¿Quién decide que es lo que debe ser cambiado? ¿Quién va a ejecutar ese cambio? Esta frase -de la autoría del máximo ideólogo de este proceso- deja un jugoso espacio a la indefinición de los roles y, más importante aún, a la parálisis social administrada desde las cúpulas dirigentes, esas que ahora están siendo convocadas a protagonizar un “cambio de mentalidad” de forma tal que los que aprietan el acelerador son los mismos que, automáticos, pisan el freno.
Si los ideólogos de la contrarrevolución tuvieran este nivel de eficacia disociadora, lo que queda de esta revolución hace tiempo no hubiera existido.
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