Por Enrique Ubieta
En mi artículo “El falso mapa de Ted Henken”, publicado en este blog el 9 de junio de 2011, advertía que existe una manifiesta intención de establecer puentes de acceso público o de visibilidad para la contrarrevolución cubana, que esta no puede conseguir por sí misma, al carecer de liderazgos auténticos en la sociedad. Uno de los medios es la contaminación del espacio crítico revolucionario. Anular la diferenciación entre la derecha, asociada a diferentes formas de implementación del capitalismo (en nuestros días, las diferencias de políticas económicas entre los Blair y los Cameron en Gran Bretaña, o entre los Zapatero y los Rajoy en España, son invisibles para los propios electores de esos países, que castigan a unos y a otros en las elecciones, sin otra opción posible, según estén estos en el gobierno, cuando comprueban que se repiten los resultados) y la izquierda. Términos ambiguos, ya lo he dicho, sobre todo porque la derecha ha construido su propia izquierda, que se nos vende como democrática, pero que es funcional al sistema, a veces más funcional que la presunta derecha; y porque la izquierda revolucionaria todavía no acaba de superar la parálisis teórica en torno a sus errores y desvíos históricos.
La contaminación del espacio crítico parte de la aceptación de que el imaginario social cubano es de izquierda revolucionaria. Por eso:
–El primer objetivo y el de más alcance, es quebrar la identidad histórica entre Gobierno y Revolución (presuntamente, el Gobierno cubano construye hoy en secreto un nuevo capitalismo). Se aprovecha, de forma oportunista, la ausencia pública del máximo inspirador del proyecto revolucionario histórico, el compañero Fidel. Y se construye el “estigma” artificial de “oficialista”, en oposición al de “independiente”, para calificar a quienes defienden el proyecto revolucionario. La alianza de una supuesta izquierda —que declara estar más a la izquierda que los gobernantes cubanos— y una muy clara derecha en la subversión del Estado revolucionario, para construir un Estado… ¿democrático burgués?, con el aplauso y los fondos de todos los imperialismos, resulta una evidencia esclarecedora.
–El segundo objetivo es la contaminación de ese imaginario con presupuestos de una izquierda no revolucionaria, restauradora del capitalismo, que utilice a conveniencia la terminología revolucionaria y eluda las definiciones para pasar inadvertida; que aliente el combate contra el Gobierno cubano “por no ser suficientemente revolucionario”, y que simultáneamente teja una urdimbre conceptual que “supere” la visión revolucionaria. Ese “nuevo” pensamiento pretende abolir el dilema “socialismo-capitalismo” y sustituirlo por uno falso: “democracia-totalitarismo”. ¿Habrá que explicar, a estas alturas, que la democracia real es anticapitalista, y que el capitalismo es por naturaleza totalitario? En el mundo caótico en el que vivimos no puede concebirse una izquierda que no sea anticapitalista.
–El tercer objetivo sería entonces romper el nexo histórico entre rebeldía juvenil y Revolución. Contaminar el espacio de la crítica revolucionaria, es decir, incorporar en él a la crítica contrarrevolucionaria. Hacer que la Crítica pierda sus apellidos, para legitimar a los actores invisibles de la contrarrevolución. Se estimula un concepto antiheroico de la rebeldía sustentado en el cansancio, en la renuncia a ser diferentes, en la aceptación acrítica del consumismo, en el individualismo burgués. La rebeldía asociada al cuerpo, a la moda, a la irreverencia, que intenta oponer a jóvenes y viejos. Que lo rebelde se convierta en la negación de lo rebelde: la crítica despiadada a la Revolución desde el hastío y la exigencia individual(ista) de “una vida mejor”. Se manifiesta como negación, no como superación.
Frente a este juego, a veces perdemos tiempo señalando el sentido mercenario de los actores. ¿Perdemos tiempo? No puede obviarse ese “detalle” —que en todos los países del mundo conlleva largas penas de cárcel—, pero el enemigo intenta convertirlo en una discusión bizantina, retórica, que solo tiene demostración en casos aislados. Algunos involucrados en la recepción del dinero sostienen con cinismo que es lícito recibir “esa ayuda”. Eliécer Ávila, por ejemplo, que es presentado como “un joven cubano”, lo dice: “La única manera que usted logra [hacer política] es obteniendo algún tipo de financiamiento. Y es cierto que a veces, en la búsqueda de uno estar vivo políticamente, es cierto que hay personas que pueden aceptar algún tipo de ayuda que en un futuro pueda comprometerlos”. Hay diversos frentes de batalla, pero el más importante es el de las ideas. Mi enemigo es todo aquel que intente restaurar el capitalismo en Cuba, reciba dinero o no de una potencia extranjera. Porque aún si lo hace desde la honestidad de sus creencias, lo sepa o no, con ello sirve al imperialismo; y el triunfo de sus intereses en Cuba es, quiéranlo o no esos defensores de la fe del Capital, la derrota de la soberanía nacional y del proyecto martiano de República, que se sustenta en la justicia social.
El agente revolucionario Raúl Antonio Capote, infiltrado en la CIA, fue instruido por esta para crear un proyecto cultural similar al de Estado de SATS. Proyectos análogos fueron utilizados con anterioridad —lo que está documentado en informes desclasificados de la CIA—, en países de Europa el Este. Capote fue “quemado” como agente revolucionario, y apareció Rodiles. Probablemente Rodiles, que invita a sus actividades a funcionarios de la Oficina de Intereses de los EE.UU. en Cuba (como se conoce, estos funcionarios son en su mayoría agentes de inteligencia de ese país), sea agente o colaborador de la CIA. Digo probablemente, no puedo probarlo porque no es mi trabajo, sigo un razonamiento lógico; pero si no lo fuera, les hace su trabajo. “Su” centro no es un espacio de estudio o de debates académicos abiertamente identificado con el liberalismo, es decir, con el capitalismo, no busca la verdad científica sino el poder político, su misión es subversiva. La pregunta es: ¿es legítima la existencia en Cuba de un centro político que alienta la subversión desde criterios francamente liberales, con el apoyo abierto del imperialismo estadounidense?
En el libro Cuba, ¿revolución o reforma? preguntaba: “¿Aceptamos que existe una guerra política que pretende el cambio de sistema en Cuba, es decir, la restauración del capitalismo? ¿Aceptamos que esa guerra es alentada, promovida, incluso financiada desde el exterior, por intereses no cubanos, con independencia de que existan cubanos que la respalden?, ¿que más allá de la posible existencia de “asaltantes de fe” (personas convencidas del ideal capitalista), lo que prima en el asalto y determina el sentido de esa guerra de reconquista, son los intereses de poderosas esferas de poder (expropietarios nacionales, trasnacionales y gobiernos imperialistas)?” Más adelante reproducía una esclarecedora reflexión del archireaccionario activista español Juan Carlos Castillón, publicada en Penúltimos días: “Pocos luchan mejor por sus países de adopción que los inmigrantes […] Posada Carriles ha sido soldado estadounidense en tiempo de guerra y eso le da derecho a estar en EE.UU.. (…) Porque aunque nos hayamos olvidado de ella y la hayamos relegado a ese cajón en que se guardan los recuerdos molestos, la Guerra Fría fue una guerra real. Una guerra en la que participaron numerosos exiliados en contra de los estados que dirigían sus naciones.”
¿Terminó la “guerra fría”? La actual puede enarbolar los más disímiles nombres, pero pretende lo mismo: imponer relaciones mercantiles que se subordinen al gran capital financiero y descarriar o derrocar cualquier intento por encontrar caminos alternativos. Es una guerra no declarada, y sin embargo pública: el Congreso estadounidense aprueba todos los años millonarias sumas para la subversión en Cuba y mueve otras de manera menos visible, disfrazadas de premios, proyectos y becas, para apoyar a activistas “independientes” y para comprar a intelectuales y periodistas, como sucedió durante el juicio a los Cinco antiterroristas en Miami. La batalla de ideas, la guerra cultural, se hace más intensa y más sutil. La contaminación de los espacios es uno de ellos.
Hablemos claro: la “democracia” capitalista que se nos vende no contempla a los comunistas en el poder; la democracia revolucionaria que defendemos, no contempla a los capitalistas en el poder. Así de sencillo. Por eso resulta incomprensible desde la buena fe, que algunas personas que se definen en la super izquierda defiendan —desde categorías francamente burguesas—, el “derecho” político de los propugnadores, pagados o no, del capitalismo neocolonial. El abrazo nacional no puede producirse en la orilla capitalista. La aceptación de lo diverso parte de reconocer que el socialismo (no socialdemócrata, hablo del anticapitalista) es la plataforma nacional. La necesaria unidad de la nación no presupone la homogeneidad del pensamiento, ni la unanimidad de criterios, debe estimular el debate y la crítica revolucionarias, siempre en oposición a las de la contrarrevolución; pero la unidad de la nación la proporciona el proyecto colectivo de justicia social, anticapitalista, que garantiza y es garantizado por la soberanía nacional.
Publicado en La Isla Desconocida